02 December 2020

Franklin Anaya: arquitecto del espíritu

Transcribo aquí una publicación escrita en ocasión del primer aniversario de la muerte de Franklin Anaya, arquitecto, compositor y pedagogo boliviano (1912-1998). Fue publicada por primera vez en Los Tiempos del 14 de febrero de 1999. Mi homenaje musical a Franklin Anaya puede oírse en Soundcloud, provisionalmente en versión computarizada hasta que exista una grabación coral (ver el siguiente artículo). 


El primer aniversario de la muerte de don Franklin Anaya, a cumplirse el próximo 15 de febrero, hace oportuna una evaluación del legado de esta figura cimera de la educación en Bolivia. En el año de luto que siguió a su partida han prevalecido las emociones, expresadas en lágrimas, reminiscencias, discursos, tributos y apóstrofes. A medida que amaina el dolor del corazón es necesario que el intelecto asuma sus funciones de revisar, analizar, comprender, asimilar y tomar las decisiones pertinentes para que la herencia de don Franklin no se despilfarre.

 

Todavía se siente tanto su ausencia que algunos lectores objetarán que emprender un análisis frío de sus ideas es irreverente. La objeción es innecesaria; la frialdad no es mi cometido, mucho menos hacia un ser tan querido. Lo que hace falta es que el intelecto dé estructura a los sentimientos, puesto que la reverencia y el cariño no bastan para hacer honor a un hombre tan productivo. Bastarían si hubiésemos perdido solamente a un amigo, pero hemos perdido mucho más: don Franklin es el primer pensador boliviano que, además de formular una propuesta viable para la renovación de nuestro capital humano, ha creado un mecanismo para realizar su propuesta. Un hombre con grandes ideas que dedicó su vida a ponerlas en práctica. ¿Ha habido otro en Bolivia? Quisiera conocerlo.

 

Aunque exagere Borges al sentenciar que “la gloria es una de las formas del olvido”, la frase nos recuerda que venerar es fácil, y que es la acción lo que cuesta, lo que vale y lo que rinde frutos. Por sus frutos conocimos a don Franklin; por nuestras obras conocerá el mundo qué es lo que ha quedado de este gran hombre.

 

Me pongo, pues, manos a la obra, no sin antes señalar que no soy el primero. Me preceden Aldo Martínez con su selección documental Instituto Eduardo Laredo: Una inspiración hecha realidad (Cochabamba, 1998). Mis fuentes son los escritos de Franklin Anaya (ver bibliografía) y los recuerdos de mi experiencia directa con don Franklin, tanto de trabajo como de amistad.

 

Arquitecto, pedagogo, compositor, director de coros, escritos y pensador; éstas son algunas de las facetas de una personalidad rica y compleja. Hoy quiero concentrarme en lo que considero su principal, el de mayor alcance y también, ahora que él ya no está, el más vulnerable: su planteamiento educativo. El Instituto Eduardo Laredo está edificado sobre la base de este planteamiento. Sin el cimiento de las ideas de Anaya, el Instituto se convertiría en un cuerpo sin alma o, peor aún, en un cadáver en descomposición. Por eso es necesario que mantengamos vivas las ideas y que no dejemos que un respeto mal entendido paralice un planteamiento que es en esencia dinámico.  

 

Educación integral

Este concepto es la piedra fundamental del Instituto Laredo. La práctica y la comprensión del arte son el núcleo y razón de ser del Instituto, no sólo porque con ellas se cultivan las dotes específicamente artísticas, sino además y sobre todo porque ellas contribuyen al desarrollo total de la persona.

 

El que los alumnos pasen a convertirse en los artistas profesionales del mañana es una opción que don Franklin proponía con entusiasmo, pero ´l por un lado reconocía que ése no es el destino de la mayoría del alumnado, y por otro lado proponía que para la formación avanzada de aquéllos dotados de vocación artística haría falta expandir el Instituto de modo que cuente con un ciclo superior. Los esfuerzos de Anaya en pos de esta expansión culminaron en la Resolución Ministerial del 13 de marzo de 1983, que autoriza la creación del ciclo superior del Instituto Laredo. Es triste que hasta hoy las circunstancias hayan conspirado en contra de la realización de este proyecto, pero eso no quita mérito a lo que Anaya sí consiguió, que es la consolidación del bachillerato artístico unido al bachillerato en humanidades.

 

El valor de este doble bachillerato va mucho más allá de la concepción osificada del talento artístico como ornamento de los jóvenes – sobre todo niñas – de sociedad. Nada habría disgustado más a don Franklin que fomentar estereotipos gastados de una sociedad culturalmente estéril. Por el contrario, le interesaba la renovación basada en “la convicción de que la sensibilidad artística centuplica las posibilidades de la mente.”

 

Se apoya Anaya en la teoría de que “las artes, la abstracción, la filosofía y hasta la intuición” se originan en el hemisferio derecho del cerebro, el mismo que permanecería subdesarrollado si no fuera por el ejercicio regular de estas actividades. La educación convencional, sostiene Anaya, privilegia unilateralmente el razonamiento, la recolección y memorización de datos y demás tareas del hemisferio cerebral izquierdo. La educación integral, en cambio, aspira a un desarrollo igualitario de ambos hemisferios, que bien efectuado llegaría a “centuplicar” la capacidad del ser humano. Obviamente la centuplicación es una figura hiperbólica, ya que presumiblemente dos hemisferios activos en lugar de uno tan sólo duplican el rendimiento, pero aún así, a riesgo de contar las monedas de un tesoro aún no desenterrado, valga decir que una duplicación no creo que venga mal a ningún educando.   

 

Lo que importa aquí no es una contabilidad precisa del talento, sino un objetivo menos contable, pero más valioso: “que el hombre sea eficiente, razonable, de espíritu crítico y creador… liberado del afán mercantilista, del fanatismo y del dogmatismo”. La persona así educada estará capacitada para “formar una familia culta dispuesta a actuar como factor de desarrollo”.

 

La bondad de estos objetivos es difícil de cuestionar. En cuanto a su factibilidad, Anaya propone una estrategia basada en tres principios: libertad, felicidad y creatividad. Por ser trinomio y por empezar y por empezar con “libertad”, la fórmula puede parecer un eco de los ideales franceses de 1789, y por eso puede seronar con aires de teleología semiutópica. Sin embargo recordemos que Anaya ve en esta trinidad no la meta final, sino una ruta hacia ella. Libertad, felicidad y creatividad son para don Franklin las condiciones básicas que deben rodear al educando para que éste llegue a ser eficiente, razonable, con espíritu crítico etc. ¿Idealismo de artista? Veamos.

 

Libertad, felicidad, creatividad

Para explicar su concepto de libertad, Anaya contrapone la escuela-cuartel a la escuela-orquesta. La primera, dice, es el modelo tradicional en el que se imponen la disciplina y el acatamiento mediante métodos coercitivos que tienen como resultado anular la individualidad del alumno. Su repugnancia por la coerción se expresa sin ambages: “El castigo es…un acto de odio que ofende la dignidad y la inocencia del niño”. En su lugar Anaya propone la escuela-orquesta, en la que el énfasis no está en la disciplina sino en el interés del alumno, que sólo puede brotar de manera espontánea y jamás por coerción. Lo que prima en este modelo es la facultad del alumno de tomar decisiones soberanas, asumiendo sus derechos y deberes por voluntad propia, movido por el deseo de colaborar y contribuir. En su formulación teórica, este concepto se asemeja al planteamiento de A. S. Neill para su escuela de Summerhill, aunque el pedagogo británico privilegia la libertad hasta un grado más extremo que don Franklin.

 

Algo más complejo es el enfoque de Anaya a la felicidad. Una lectura cuidadosa de sus escritos sus escritos nos lleva a dos felicidades, una que sirve como condición de aprendizaje y otra que constituye la aspiración más alta de la vida humana. La primera nos la define sólo por implicación, insinuado que un entorno educativo exento de miedo y caracterizado por el respeto al individuo y a su derecho de ejercer su libre albedrío necesariamente fomentará un ambiente de expansión y disfrute, que invite al alumno a asistir a clases con entusiasmo. Al igual que “centuplicar”, el término “felicidad” parece hiperbólico en este sentido, pero quizás Anaya haya tenido en mente aquella definición modesta, pero realista de la felicidad: desear que se repita lo que ya nos está ocurriendo. La segunda felicidad es “la” felicidad, ese estado utópico cuya visión lejana nos hace infelices. Don Franklin admite que los niños, impotentes en un mundo controlado por los adultos, rara vez son felices, aunque gocen de frecuentes accesos de alegría. Sin embargo, Anaya hace eco de Erich Fromm al afirmar que “la felicidad no es un don de los dioses” sino que la podemos adquirir. ¿Cómo? Por medio del equilibrio, la riqueza y la plenitud que provienen de una educación basada en la apreciación y el cultivo de lo estético. Entender la belleza de la vida es indispensable para disfrutarla, y entre los frutos más bellos de la creación Anaya sitúa la naturaleza y el arte.    

 

En cuanto a la creatividad, lo hermoso de esta cualidad no es que nos haga falta crearla, sino que los niños la poseen como un don natural. El reto para el educardor es impartir conocimientos sin inhibir esta creatividad innata.

 

¿Visión hecha realidad?

Comparar esta propuesta con la realidad del Instituto Laredo no es del todo justo, ya que pese a su constante progreso el Instituto no es aún todo lo que soñó su fundador. De todos modos, injusta o no, tal comparación es el único método disponible para sopesar la validez de estos principios. Una evaluación formal y detallada del Instituto Laredo es de mi competencia. He recogido impresiones a través de conversaciones con profesores, alumnos, exalumnos y padres de familia, y a través del Festival Franklin Anaya 1998, que fue una excelente oportunidad para evaluar el estado de la actividad artística en la institución.

 

El grado de libertad no es fácil de determinar. Hay exalumnos para quienes la libertad es el recuerdo predominante de sus años en el Instituto. Esto difiere de mi experiencia como alumno en los años sesenta, que no estuvo caracterizada por el menor relajamiento disciplinario, mucho menos en los ensayos que dirigía el mismo don Franklin. Está claro es que en ningún momento de su historia el Laredo se convirtió en un centro del haz-lo-que-quieras a la manera del famoso Summerhill.

 

La felicidad, en cambio, es perceptible a primera vista, si nos confinamos a la primera de las dos felicidades arriba mencionadas. No tengo acceso a estadísticas de asistencia, pero soy testigo presencial del placer que fue asistir al Instituto para mí mis compañeros en los sesenta, así como lo fue para los niños con quienes trabajé en los setenta y lo es todavía para las alumnos actuales. La plenitud que experimentan los jóvenes del Laredo se reconoce en las caras y en las voces de los alumnos bailan, cantan, tocan o actúan. Por cierto que no todas las clases son motivo de disfrute, que la mayoría de las actividades son más entretenidas que la mayoría de las clases teóricas, y que el goce podría deberse al tipo de actividad más que a la institución en la que se desarrolla. Conocidas de muchos son las quejas – sólo a medias quejumbrosas – de padres cuyos hijos se resisten a abandonar las aulas y patios donde estudian, ensayan y comparten experiencias.

 

En lo que a la creatividad respecta, bastó asistir al festival Franklin Anaya para presenciar un desborde de iniciativa y entusiasmo productivo, traducido en un sinnúmero de grupos de música, danza y teatro, algunos de calidad admirable y todos de un nivel que sobrepasa lo que se esperaría de un colegio, sobre todo en un país supuestamente en vías de desarrollo. Lo que me entristeció es no ver muestras de trabajo creativo propiamente dicho en música. El material coreográfico, especialmente en danza contemporánea, incluyó obras nuevas de originalidad indiscutible. El grupo de teatro infantil presentó una obra creada por los mismos participantes. El que no haya un trabajo musical equiparables tanto más sorprendente si se considera que la composición era la especialidad musical de Franklin Anaya.

 

Función educativa de la música

Como se ha visto, en el contexto de las ideas de Anaya la música es un desafío para el espíritu, un agente de superación. La visión de este arte como algo infinitamente rico, puro y duradero se rezuma en los escritos, declaraciones y conversaciones de don Franklin. El hecho de que se haya referido a géneros específicos de música – la gran tradición clásica o contemporánea y el folclore no comercializado – es sobradamente claro, aunque habría sido ajeno a su naturaleza igualitaria denigrar los gustos de otros. Por un lado, propugnaba que la cueca, con su ritmo y forma definidos, serviría tan bien como el minué como molde para un ejercicio elemental de composición. Por otro lado, su aversión a todo lo que fuera banal, efímero y comercial en música supo expresarse con energía.

 

De la música clásica le interesaban la profundidad y la complejidad de elaboración, que ofrecen a los jóvenes un reto perdurable y una invitación a la superación constante. Del folclore le interesaba la expresión no adulterada de una identidad nacional. En la fusión de estos dos géneros veía don Franklin el futuro de la música. Tengo la certeza de que él habría observado con preocupación cualquier intento de facilitar a corto plazo la tarea de alumnos y público con concesiones demagógicas al gusto popular. Para él el Instituto no era una agencia de espectáculos sino un centro de formación de seres humanos de la más alta calidad posible. Espero que así continúe.

 

Música y colonialismo

Don Franklin siempre fue cuidadoso en no expresarse en términos de política partidaria. Su política era la del humanismo, la justicia y el respeto a la dignidad humana. Creía en el poder cohesivo de la música en la sociedad y era sensible al bagaje de cultura nacional que viene con los sonidos. Su patriotismo se centraba en un deseo de confrontarnos con lo que somos, de liberarnos del colonialismo cultural. En los grandes clásicos, por su grandeza, veía una fuerza ejemplar y universal, libre ya de los confines de una nacionalidad determinada. Fuero de los clásicos, sus preferencias se orientaban hacia todo repertorio que fomentara una conciencia de nuestra herencia y nuestra identidad. Desconfiaba del culto de lo ajeno, a menos que se tratase de lo mejor. Con este espíritu apoyó la serie de zarzuelas que iniciara Gabriel Ángel en los años setenta, y vio con escepticismo el auge de la ópera italiana en La Paz en la misma época.

 

Invitación a continuar

Estas líneas no son ni pretenden ser la última palabra sobre Franklin Anaya. Por el contrario, son una invitación al debate y a la acción. Un análisis detallado de vida y obra ocuparía un libro grueso; sería un libro interesante y espero que alguien lo escriba. Entretanto, pido que recordemos a don Franklin activamente, no sólo con palabras de nostalgia. Pido que nos informemos sobre sus ideas, que las discutamos y que las apliquemos, obviamente con espíritu crítico según corresponda. Que no olvidemos que un hombre de gran talento renunció a una carrera triunfal para dedicarse a los demás, para dejarnos un legado perdurable. La herencia es rica y su alcance incalculable. Podría llegar a convertirse en el factor de renovación humano que tanto necesitamos en este país. Hoy el Instituto Laredo es ya una comunidad grande de profesores y administradores, alumnos, exalumnos y padres de familia, todos convencidos del valor de la institución y preocupados por su futuro. Para asegurar ese futuro, esta comunidad tiene mucho que hacer, pero afortunadamente la dirección es clara. Nos la señaló don Franklin con su ejemplo, sus enseñanzas y sus escritos. siempre se expresó con claridad y sin rodeos. No tenemos excusa para no entender.

 

Biliografía

·      F. Anaya, La música en Latinoamérica y en Bolivia (Cochabamba: H. Municipalidad de Cochabamba, 1994)

·      F. Anaya, La revolución del reloj y el vidrio (Cochabamba: Universidad Mayor de San Simón, 1995)

·      F. Anaya, Discurso en ocasión de la condecoración “Honor al mérito”, Prefectura del Departamento de Cochabamba 1979 (inédito)

·      F. Anaya, Plan de desarrollo del Instituto Laredo (inédito)

·      AS Neill, Summerhill a Radical Approach to Education (Londres: V Gollancz, 1966)

 

© © Agustín Fernández 1999

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