Transcribo aquí una publicación escrita en ocasión del primer aniversario de la muerte de Franklin Anaya, arquitecto, compositor y pedagogo boliviano (1912-1998). Fue publicada por primera vez en Los Tiempos del 14 de febrero de 1999. Mi homenaje musical a Franklin Anaya puede oírse en Soundcloud, provisionalmente en versión computarizada hasta que exista una grabación coral (ver el siguiente artículo).
El primer
aniversario de la muerte de don Franklin Anaya, a cumplirse el próximo 15 de
febrero, hace oportuna una evaluación del legado de esta figura cimera de la
educación en Bolivia. En el año de luto que siguió a su partida han prevalecido
las emociones, expresadas en lágrimas, reminiscencias, discursos, tributos y apóstrofes.
A medida que amaina el dolor del corazón es necesario que el intelecto asuma
sus funciones de revisar, analizar, comprender, asimilar y tomar las decisiones
pertinentes para que la herencia de don Franklin no se despilfarre.
Todavía se siente
tanto su ausencia que algunos lectores objetarán que emprender un análisis frío
de sus ideas es irreverente. La objeción es innecesaria; la frialdad no es mi
cometido, mucho menos hacia un ser tan querido. Lo que hace falta es que el
intelecto dé estructura a los sentimientos, puesto que la reverencia y el cariño
no bastan para hacer honor a un hombre tan productivo. Bastarían si hubiésemos
perdido solamente a un amigo, pero hemos perdido mucho más: don Franklin es el
primer pensador boliviano que, además de formular una propuesta viable para la
renovación de nuestro capital humano, ha creado un mecanismo para realizar su
propuesta. Un hombre con grandes ideas que dedicó su vida a ponerlas en práctica. ¿Ha
habido otro en Bolivia? Quisiera conocerlo.
Aunque exagere
Borges al sentenciar que “la gloria es una de las formas del olvido”, la frase
nos recuerda que venerar es fácil, y que es la acción lo que cuesta, lo que
vale y lo que rinde frutos. Por sus frutos conocimos a don Franklin; por
nuestras obras conocerá el mundo qué es lo que ha quedado de este gran hombre.
Me pongo, pues,
manos a la obra, no sin antes señalar que no soy el primero. Me preceden Aldo
Martínez con su selección documental Instituto Eduardo Laredo: Una inspiración
hecha realidad (Cochabamba, 1998). Mis fuentes son los escritos de Franklin
Anaya (ver bibliografía) y los recuerdos de mi experiencia directa con don Franklin,
tanto de trabajo como de amistad.
Arquitecto, pedagogo,
compositor, director de coros, escritos y pensador; éstas son algunas de las
facetas de una personalidad rica y compleja. Hoy quiero concentrarme en lo que
considero su principal, el de mayor alcance y también, ahora que él ya no está,
el más vulnerable: su planteamiento educativo. El Instituto Eduardo Laredo está
edificado sobre la base de este planteamiento. Sin el cimiento de las ideas de
Anaya, el Instituto se convertiría en un cuerpo sin alma o, peor aún, en un cadáver
en descomposición. Por eso es necesario que mantengamos vivas las ideas y que
no dejemos que un respeto mal entendido paralice un planteamiento que es en
esencia dinámico.
Educación
integral
Este concepto es
la piedra fundamental del Instituto Laredo. La práctica y la comprensión del
arte son el núcleo y razón de ser del Instituto, no sólo porque con ellas se
cultivan las dotes específicamente artísticas, sino además y sobre todo porque
ellas contribuyen al desarrollo total de la persona.
El que los
alumnos pasen a convertirse en los artistas profesionales del mañana es una
opción que don Franklin proponía con entusiasmo, pero ´l por un lado reconocía
que ése no es el destino de la mayoría del alumnado, y por otro lado proponía
que para la formación avanzada de aquéllos dotados de vocación artística haría
falta expandir el Instituto de modo que cuente con un ciclo superior. Los
esfuerzos de Anaya en pos de esta expansión culminaron en la Resolución
Ministerial del 13 de marzo de 1983, que autoriza la creación del ciclo
superior del Instituto Laredo. Es triste que hasta hoy las circunstancias hayan
conspirado en contra de la realización de este proyecto, pero eso no quita mérito
a lo que Anaya sí consiguió, que es la consolidación del bachillerato artístico
unido al bachillerato en humanidades.
El valor de este
doble bachillerato va mucho más allá de la concepción osificada del talento artístico
como ornamento de los jóvenes – sobre todo niñas – de sociedad. Nada habría
disgustado más a don Franklin que fomentar estereotipos gastados de una
sociedad culturalmente estéril. Por el contrario, le interesaba la renovación
basada en “la convicción de que la sensibilidad artística centuplica las
posibilidades de la mente.”
Se apoya Anaya en
la teoría de que “las artes, la abstracción, la filosofía y hasta la intuición”
se originan en el hemisferio derecho del cerebro, el mismo que permanecería subdesarrollado
si no fuera por el ejercicio regular de estas actividades. La educación
convencional, sostiene Anaya, privilegia unilateralmente el razonamiento, la
recolección y memorización de datos y demás tareas del hemisferio cerebral
izquierdo. La educación integral, en cambio, aspira a un desarrollo igualitario
de ambos hemisferios, que bien efectuado llegaría a “centuplicar” la capacidad del
ser humano. Obviamente la centuplicación es una figura hiperbólica, ya que presumiblemente
dos hemisferios activos en lugar de uno tan sólo duplican el rendimiento, pero
aún así, a riesgo de contar las monedas de un tesoro aún no desenterrado, valga
decir que una duplicación no creo que venga mal a ningún educando.
Lo que importa
aquí no es una contabilidad precisa del talento, sino un objetivo menos
contable, pero más valioso: “que el hombre sea eficiente, razonable, de espíritu
crítico y creador… liberado del afán mercantilista, del fanatismo y del
dogmatismo”. La persona así educada estará capacitada para “formar una familia
culta dispuesta a actuar como factor de desarrollo”.
La bondad de
estos objetivos es difícil de cuestionar. En cuanto a su factibilidad, Anaya
propone una estrategia basada en tres principios: libertad, felicidad y creatividad.
Por ser trinomio y por empezar y por empezar con “libertad”, la fórmula puede parecer
un eco de los ideales franceses de 1789, y por eso puede seronar con aires de
teleología semiutópica. Sin embargo recordemos que Anaya ve en esta trinidad no
la meta final, sino una ruta hacia ella. Libertad, felicidad y creatividad son
para don Franklin las condiciones básicas que deben rodear al educando para que
éste llegue a ser eficiente, razonable, con espíritu crítico etc. ¿Idealismo de
artista? Veamos.
Libertad,
felicidad, creatividad
Para explicar su
concepto de libertad, Anaya contrapone la escuela-cuartel a la escuela-orquesta.
La primera, dice, es el modelo tradicional en el que se imponen la disciplina y
el acatamiento mediante métodos coercitivos que tienen como resultado anular la
individualidad del alumno. Su repugnancia por la coerción se expresa sin
ambages: “El castigo es…un acto de odio que ofende la dignidad y la inocencia
del niño”. En su lugar Anaya propone la escuela-orquesta, en la que el énfasis
no está en la disciplina sino en el interés del alumno, que sólo puede brotar
de manera espontánea y jamás por coerción. Lo que prima en este modelo es la
facultad del alumno de tomar decisiones soberanas, asumiendo sus derechos y
deberes por voluntad propia, movido por el deseo de colaborar y contribuir. En
su formulación teórica, este concepto se asemeja al planteamiento de A. S. Neill
para su escuela de Summerhill, aunque el pedagogo británico privilegia la
libertad hasta un grado más extremo que don Franklin.
Algo más complejo
es el enfoque de Anaya a la felicidad. Una lectura cuidadosa de sus escritos sus
escritos nos lleva a dos felicidades, una que sirve como condición de
aprendizaje y otra que constituye la aspiración más alta de la vida humana. La
primera nos la define sólo por implicación, insinuado que un entorno educativo
exento de miedo y caracterizado por el respeto al individuo y a su derecho de
ejercer su libre albedrío necesariamente fomentará un ambiente de expansión y
disfrute, que invite al alumno a asistir a clases con entusiasmo. Al igual que “centuplicar”,
el término “felicidad” parece hiperbólico en este sentido, pero quizás Anaya haya
tenido en mente aquella definición modesta, pero realista de la felicidad:
desear que se repita lo que ya nos está ocurriendo. La segunda felicidad es “la”
felicidad, ese estado utópico cuya visión lejana nos hace infelices. Don
Franklin admite que los niños, impotentes en un mundo controlado por los
adultos, rara vez son felices, aunque gocen de frecuentes accesos de alegría. Sin
embargo, Anaya hace eco de Erich Fromm al afirmar que “la felicidad no es un
don de los dioses” sino que la podemos adquirir. ¿Cómo? Por medio del
equilibrio, la riqueza y la plenitud que provienen de una educación basada en
la apreciación y el cultivo de lo estético. Entender la belleza de la vida es
indispensable para disfrutarla, y entre los frutos más bellos de la creación
Anaya sitúa la naturaleza y el arte.
En cuanto a la
creatividad, lo hermoso de esta cualidad no es que nos haga falta crearla, sino
que los niños la poseen como un don natural. El reto para el educardor es
impartir conocimientos sin inhibir esta creatividad innata.
¿Visión hecha
realidad?
Comparar esta
propuesta con la realidad del Instituto Laredo no es del todo justo, ya que
pese a su constante progreso el Instituto no es aún todo lo que soñó su
fundador. De todos modos, injusta o no, tal comparación es el único método
disponible para sopesar la validez de estos principios. Una evaluación formal y
detallada del Instituto Laredo es de mi competencia. He recogido impresiones a
través de conversaciones con profesores, alumnos, exalumnos y padres de
familia, y a través del Festival Franklin Anaya 1998, que fue una excelente oportunidad
para evaluar el estado de la actividad artística en la institución.
El grado de
libertad no es fácil de determinar. Hay exalumnos para quienes la libertad es
el recuerdo predominante de sus años en el Instituto. Esto difiere de mi
experiencia como alumno en los años sesenta, que no estuvo caracterizada por el
menor relajamiento disciplinario, mucho menos en los ensayos que dirigía el
mismo don Franklin. Está claro es que en ningún momento de su historia el Laredo
se convirtió en un centro del haz-lo-que-quieras a la manera del famoso
Summerhill.
La felicidad, en
cambio, es perceptible a primera vista, si nos confinamos a la primera de las
dos felicidades arriba mencionadas. No tengo acceso a estadísticas de
asistencia, pero soy testigo presencial del placer que fue asistir al Instituto
para mí mis compañeros en los sesenta, así como lo fue para los niños con
quienes trabajé en los setenta y lo es todavía para las alumnos actuales. La plenitud
que experimentan los jóvenes del Laredo se reconoce en las caras y en las voces
de los alumnos bailan, cantan, tocan o actúan. Por cierto que no todas las
clases son motivo de disfrute, que la mayoría de las actividades son más entretenidas
que la mayoría de las clases teóricas, y que el goce podría deberse al tipo de
actividad más que a la institución en la que se desarrolla. Conocidas de muchos
son las quejas – sólo a medias quejumbrosas – de padres cuyos hijos se resisten
a abandonar las aulas y patios donde estudian, ensayan y comparten
experiencias.
En lo que a la
creatividad respecta, bastó asistir al festival Franklin Anaya para presenciar
un desborde de iniciativa y entusiasmo productivo, traducido en un sinnúmero de
grupos de música, danza y teatro, algunos de calidad admirable y todos de un
nivel que sobrepasa lo que se esperaría de un colegio, sobre todo en un país
supuestamente en vías de desarrollo. Lo que me entristeció es no ver muestras
de trabajo creativo propiamente dicho en música. El material coreográfico,
especialmente en danza contemporánea, incluyó obras nuevas de originalidad
indiscutible. El grupo de teatro infantil presentó una obra creada por los
mismos participantes. El que no haya un trabajo musical equiparables tanto más
sorprendente si se considera que la composición era la especialidad musical de
Franklin Anaya.
Función
educativa de la música
Como se ha visto,
en el contexto de las ideas de Anaya la música es un desafío para el espíritu,
un agente de superación. La visión de este arte como algo infinitamente rico,
puro y duradero se rezuma en los escritos, declaraciones y conversaciones de
don Franklin. El hecho de que se haya referido a géneros específicos de música –
la gran tradición clásica o contemporánea y el folclore no comercializado – es sobradamente
claro, aunque habría sido ajeno a su naturaleza igualitaria denigrar los gustos
de otros. Por un lado, propugnaba que la cueca, con su ritmo y forma definidos,
serviría tan bien como el minué como molde para un ejercicio elemental de
composición. Por otro lado, su aversión a todo lo que fuera banal, efímero y
comercial en música supo expresarse con energía.
De la música clásica
le interesaban la profundidad y la complejidad de elaboración, que ofrecen a
los jóvenes un reto perdurable y una invitación a la superación constante. Del
folclore le interesaba la expresión no adulterada de una identidad nacional. En
la fusión de estos dos géneros veía don Franklin el futuro de la música. Tengo
la certeza de que él habría observado con preocupación cualquier intento de
facilitar a corto plazo la tarea de alumnos y público con concesiones demagógicas
al gusto popular. Para él el Instituto no era una agencia de espectáculos sino
un centro de formación de seres humanos de la más alta calidad posible. Espero
que así continúe.
Música y
colonialismo
Don Franklin
siempre fue cuidadoso en no expresarse en términos de política partidaria. Su
política era la del humanismo, la justicia y el respeto a la dignidad humana.
Creía en el poder cohesivo de la música en la sociedad y era sensible al bagaje
de cultura nacional que viene con los sonidos. Su patriotismo se centraba en un
deseo de confrontarnos con lo que somos, de liberarnos del colonialismo cultural.
En los grandes clásicos, por su grandeza, veía una fuerza ejemplar y universal,
libre ya de los confines de una nacionalidad determinada. Fuero de los clásicos,
sus preferencias se orientaban hacia todo repertorio que fomentara una
conciencia de nuestra herencia y nuestra identidad. Desconfiaba del culto de lo
ajeno, a menos que se tratase de lo mejor. Con este espíritu apoyó la serie de
zarzuelas que iniciara Gabriel Ángel en los años setenta, y vio con
escepticismo el auge de la ópera italiana en La Paz en la misma época.
Invitación a
continuar
Estas líneas no
son ni pretenden ser la última palabra sobre Franklin Anaya. Por el contrario,
son una invitación al debate y a la acción. Un análisis detallado de vida y
obra ocuparía un libro grueso; sería un libro interesante y espero que alguien
lo escriba. Entretanto, pido que recordemos a don Franklin activamente, no sólo
con palabras de nostalgia. Pido que nos informemos sobre sus ideas, que las
discutamos y que las apliquemos, obviamente con espíritu crítico según
corresponda. Que no olvidemos que un hombre de gran talento renunció a una
carrera triunfal para dedicarse a los demás, para dejarnos un legado perdurable.
La herencia es rica y su alcance incalculable. Podría llegar a convertirse en
el factor de renovación humano que tanto necesitamos en este país. Hoy el
Instituto Laredo es ya una comunidad grande de profesores y administradores, alumnos,
exalumnos y padres de familia, todos convencidos del valor de la institución y
preocupados por su futuro. Para asegurar ese futuro, esta comunidad tiene mucho
que hacer, pero afortunadamente la dirección es clara. Nos la señaló don Franklin
con su ejemplo, sus enseñanzas y sus escritos. siempre se expresó con claridad
y sin rodeos. No tenemos excusa para no entender.
Biliografía
· F. Anaya, La música en Latinoamérica y
en Bolivia (Cochabamba: H. Municipalidad de Cochabamba, 1994)
· F. Anaya, La revolución del reloj y el
vidrio (Cochabamba: Universidad Mayor de San Simón, 1995)
· F. Anaya, Discurso en ocasión de la
condecoración “Honor al mérito”, Prefectura del Departamento de Cochabamba 1979
(inédito)
· F. Anaya, Plan de desarrollo del Instituto
Laredo (inédito)
· AS Neill, Summerhill a Radical Approach
to Education (Londres: V Gollancz, 1966)
© © Agustín Fernández 1999