
Transcribo aquí un aporte que escribí en 2002 y que fue publicado, con alteraciones editoriales no autorizadas, en La Paz ese mismo año.
Al comenzar su novela El libro de mi amigo (1885), Anatole
France exalta el valor de la memoria y propone que recontar el pasado es un don
humano subestimado, pese a ser algo más admirable que el don opuesto, comúnmente
más codiciado, el de predecir el futuro. Me resulta fácil estar de acuerdo con
France ahora que, sentado frente a una computadora en Newcastle, Inglaterra, me
pongo a rememorar vivencias de mi vida musical en Bolivia a fines del siglo
veinte, y veo desfilar ante mí un mundo de personas, lugares y escenas. Muchos
de estos recuerdos me visitan a menudo, pero otros ni siquiera creía olvidados,
porque simplemente no había pensado en ellos por un largo tiempo. Me sorprende
que ahora vuelvan tan vívidamente, aunque su acompañamiento emocional se haya
atenuado, y la distancia facilite su comprensión.
Primeros recuerdos
Empiezo el ejercicio
de escarbar la mente en busca del primer recuerdo, de la página que inaugura
esa autobiografía que todos tenemos impresa en la memoria. El primer recuerdo
data de alrededor de 1960 y, nos es de sorprenderse, es sonoro: los perros
ladrando en la noche de Cochabamba. Despierto en la oscuridad, presa ya de ese
insomnio que hasta hoy me persigue, oigo los ladridos y aullidos de una jauría
que imagino feroz. Mentiría si dijera que no me asusta ese ejército canino que
sitia mis noches, pero la verdad es que tampoco me desagrada. Quisiera que
callaran los perros, pero ya que no callan los escucho con interés, y su
presencia me resulta entretenida al mismo tiempo que algo siniestra. Aunque hoy
en día, a principios del siglo veintiuno, la densidad de la población canina ha
descendido, es notable volver a Cochabamba y constatar hasta qué punto los
perros todavía determinan el paisaje sonoro de sus noches.
Mi familia se
mudó a Montero en 1960, y en esa ciudad tuve mis primeras experiencias
musicales. En la radio y en las guitarreadas abundaba la música mexicana (corridos, rancheras y
boleros), cubana (más boleros, guarachas y sones) y colombiana (cumbias).
Aunque en menor cuantía, se escuchaba también el folclore oriental, sobre todo
en arreglos de banda de buri, que era la forma más generalizada de música en
vivo, invariablemente en el contexto de la fiesta. Con este repertorio hice mis
primeras incursiones en el canto. En la peluquería de la calle Warnes, Don
Abundio el peluquero me regalaba guayabas en recompensa por cantar mientras él
atendía a sus clientes.
Después de la
calle Warnes viví en otra casa, en la calle 24 de Septiembre, digna de recordar
por tres razones: estaba a dos cuadras del cementerio, ese magneto de la
imaginación popular montereña; en el patio de la casa se erguía un árbol frondoso
que me gustaba trepar y sentarme en sus ramas para cantar sin ser oído; y al
frente vivía Don Rubén, quien solía reunirse con un amigo para tocar a dos
guitarras. Don Rubén, corpulento fisiculturista, rasgueaba el acompañamiento de
los taquiraris mientras su amigo, pálido, encorvado y de bigote ralo, tocaba
las melodías con una técnica que ahora me recuerda al trémolo de la mandolina.
Estas sesiones eran estrictamente instrumentales y no las acompañaba ni la
parranda ni el bullicio. Era música de cámara en el sentido exacto del término,
y yo la disfrutaba como tal.
Otra memoria musical
de entonces es que, años antes de que se conociera la recopilación y arreglo de
Rogers Becerra, los niños cantábamos Piama
(con la misma melodía, pero algunas discrepancias en la letra que recogiera
Don Rogers y popularizara el Trío Oriental).
Por lo demás, guardo
mil y un recuerdos de Montero que son ajenos a la música y por lo tanto los
dejo para otra ocasión.
En 1965, de nuevo en
Cochabamba, mi padre me llevó a casa de Don Rafael Anaya para someterme a una
prueba de ingreso al Instituto Laredo. Un personaje de inusual fineza, Don
Rafito tocó con un dedo huesudo unas notas al piano que me ordenó repetir, y
luego me permitió cantar una pieza de mi repertorio montereño. Terminada la canción,
Don Rafito decretó mi admisión con una frase que daba a entender, sin abandonar
su típica elegancia, lo mucho que me hacía falta estudiar: “tiene una voz
silvestre”.
En primaria el
Laredo me instruyó en canto, solfeo y teoría. No todo esto inspiraba
entusiasmo, pero las semillas germinarían más tarde. Lo más inspirador de esa
época fue tomar parte, a partir de quinto de primaria, en el coro Niños
Cantores del Valle, que Don Franklin Anaya regía con mano firme. Sus ensayos
exigentes y rigurosos fueron mi primer contacto con este hombre excepcional.
Cuando me tocó escoger un instrumento, me habría gustado aprender piano, pero
la ausencia de ese instrumento en mi casa y la imposibilidad de adquirirlo
determinaron que optara por el clarinete; el profesor, un hombre de nombre
eslavo, me rechazó de su clase, pero pronto encontré acogida en la clase de
violín. El profesor, don Antonio Patton, carecía de dos dedos de la mano
derecha, pero eso no le impedía tocar con buen gusto y enseñar con rigor.
Folclore
Tenía yo diez u once
años cuando irrumpió el folclore en Cochabamba. Por supuesto que la música
folclórica había estado siempre vigente, pero lo de los años sesenta era un
movimiento de reivindicación de los huayños, yaravíes y bailecitos que – lo
supe después – formaba parte de una ola en todo el cono sur americano que
jerarquizaba lo propio contra el producto internacional comercializado del
norte. Dónde se inició este movimiento, si en Argentina, en Chile o en Bolivia,
sería interesante investigar, pero tal vez el uso de la palabra “ola” me parece
acertado: un movimiento cuya dirección se conoce, pero no su origen. Me gusta
pensar que, al margen de cualquier influencia continental, Bolivia tuvo razones
endógenas para abrazar su folclore, como ser la mezcla de culturas en la guerra
del Chaco, la reivindicación campesina en la revolución de 1952, y la ausencia
de una música urbana que expresara el orgullo tribal o nacional, como el tango
en Argentina o el vals en Perú. Los Jairas fueron la primera cresta visible,
pero cuando la ola llegó a Cochabamba ya Los Jairas eran historia, en ambos
sentidos de la expresión.
La peña
Ollantay, en la calle Baptista esquina Colombia, era el centro del quehacer
folclórico valluno, y un vínculo fortuito – la amistad de mi padre con los
dueños – me abrió sus puertas, primero
como espectador y poco después como artista en el tablado, junto al inolvidable
Toño Canelas. Si el Dúo Los Kallawayas – nombre desproporcionadamente largo
para el tamaño y la trayectoria de sus integrantes – abrió el programa una y
mil veces, siempre a mano para llenar lagunas inesperadas, casi siempre sin
remuneración, tal vez haya cierta justicia poética en el hecho de que fueron
más las veces que asistí como oyente, y nunca pagué por entrar.
Mi ingreso
precoz en el mundo del folclore me deparó sorpresas. La primera fue la calidad
de la música y el profesionalismo de los ejecutantes que pasaban por la peña.
La segunda me la dieron los músicos fuera del tablado. Prácticamente sin
excepción, no importa cuán prestigiosos, eran personas sencillas, amigables y,
lo que es más, inexplicablemente pacientes con Toño y conmigo, dos curiosos
incansables que seguían a los artistas y los importunaban con preguntas
técnicas. Al excelente charanguista de Los Chaskas, Basilio Guarachi, debo mis
primeras y hasta ahora únicas enseñanzas de charango. A él y a todos los demás les
debo la inmerecida generosidad de su amistad y su consejo: Los Rupay, Los
Caballeros del Folclore, Los Caminantes, Los Cuatro de Córdoba, Trío Souvenir,
Las Kori Majtas, Willy Sevillano, Andrés Fossati (no recuerdo los nombre de los
grupos que integraban estos dos últimos) y otros. Escuchándolos, conversando
con ellos y asistiendo a sus ensayos aprendí a armonizar en tríadas paralelas
o, en la jerga del gremio, “sacar segunda” y “sacar tercera”. “Sacar cuarta”, como
me enteré cuando llegaron Los Cuatro de Córdoba, casi siempre no era sino
duplicar la melodía una octava más abajo. El que esta gente importante me
dedicara tiempo y atención no deja de sorprenderme. Tal vez veían en mí – y en
mi amigo Toño, que era más visible – una especie de mascota, o acaso mi interés
despertara en ellos un impulse paternal de nutrir entusiasmos juveniles.
Hubo dos músicos cuyas
dotes artísticas y humanas me dejaron huellas indelebles: Zulma Yugar, por su
voz hermosa y expresiva y una sencillez que contrastaba con su status ya
icónico, y Benjo Cruz. Benjo vestía un elegante poncho rojo, se peinaba hacia
atrás con gomina y tocaba una guitarra inusual de doce cuerdas. Su voz vibrante
y enérgica y la intensidad de sus interpretaciones causaban un impacto
arrobador, aun a aquellos que no aceptaban su mensaje de rebelión o que, como
yo, lo entendían sólo a medias. En un viaje a Santa Cruz, poco antes de una
actuación en La Pascana se zafó el puente de mi charango dejándome sin
herramienta de trabajo. Benjo, sabiendo que yo conocía acordes de guitarra, me
ofreció la suya, permitiéndome debutar en Santa Cruz con su guitarra de doce
cuerdas.
La noticia de la
partida de Benjo Cruz a la guerrilla de Teoponte y, poco después, de su muerte
en combate, sacudió a muchos, obligándonos a reexaminar todo lo que sabíamos de
él. Entonces cobró un sentido estremecedor la advertencia con la que solía abrir
sus actuaciones: “quiero cantar una copla por si acaso muera yo / porque
nosotros los hombres hoy somos, mañana no”. Esa trayectoria que, vista
retrospectivamente, había sido el avance inexorable de Benjo Cruz hacia un
final predeterminado – su inmolación – es hasta hoy el ejemplo más grande de
integridad artística que he conocido. Cuando, casi veinte años después, el
Festival Internacional de Ópera de Londres me encargó una ópera sobre un tema
latinoamericano, no me hizo falta pensarlo para escoger a Benjo Cruz y la
guerrilla de Teoponte.[1]
Mi acercamiento a
Zulma Yugar también fue en ocasión de un viaje de los Kallawayas a Santa Cruz.
Ella fue como siempre, generosa con su arte, cantando donde y cuando se diera
la ocasión. En especial recuerdo Sombras, que ella vertía con una expresividad que causaba
embeleso.[2] Y recuerdo además,
cómo olvidarlo, el tacto supremo de Zulma cuando, venciendo mi timidez de
doceañero, le declaré mi amor a la reina del folclore. “Creo que vas a tener
que esperar un poco” fue su delicadísima respuesta. En ese viaje los visitantes
gozamos de la amistad y hospitalidad de Los Palmarinos – Edith, su hermana y su
padre – cuya versión de Alfonsina y el
mar era de una profundidad inolvidable.[3] ¿Dónde está esa gente
maravillosa? No he vuelto a saber de ellos.
Mi cambio de voz
puso fin a Los Kallawayas, pero Toño Canelas, para quien esas nimiedades
fisiológicas pasaron desapercibidas, continuó, que yo sepa, sin interrupción, y
pasó a ser miembro fundador de Los Kjarkas, hasta su trágica muerte. Yo, por mi
parte, probé suerte como instrumentista en un viaje a La Paz, donde René Noda –
el “Chino” Noda de Los Caballeros del Folclore – me consiguió presentaciones en
la peña Naira y en Televisión Boliviana, que era entonces el único canal. Poco
después, un concurso interprovincial de charango en Cochabamba, que gané en la
categoría infantil, cerró esta fase de mi carrera.
Epifanía
Mi jubilación
del folclore a los trece años me dejó con tiempo para pensar y considerar el
próximo paso. Parte del superávit de energía que me quedaba lo empleaba en leer
y escribir, bajo la guía e inspiración de mi profesora de literatura en el Laredo,
Sarah de Urquidi. Pero no tardó en ocurrir una epifanía que cambió el curso de
mi vida. Fue en 1971 en el Palacio de Portales.
Los viernes a las
siete de la tarde, Don Tito Jiménez, por entonces presidente de la Sociedad
Filarmónica de Cochabamba, presentaba
audiciones de música grabada, según un programa que él preparaba y
comentaba. Saliendo un viernes de la biblioteca de Portales, entré a la sala de
audiciones a curiosear. El programa se
iniciaba con el Trío para corno, violín y piano de Brahms, opus 40, continuaba
con Gesang der Jünlinge de
Stockhausen y terminaba con el Cuarteto de Debussy. Descubrir de un solo golpe
ese ámbito sonoro que se extendía del romanticismo al modernismo fue vislumbrar
un universo nuevo, con posibilidades técnicas y expresivas infinitas. El
descubrimiento produjo cambios inmediatos, y al terminar el programa la
decisión se había tomado sola: yo quería ser compositor. A los pocos días me
puse a bosquejar un trío en estilo brahmsiano, pero no tardé en darme cuenta de
que me faltaban las herramientas técnicas para llevarlo a cabo. Resuelto a
adquirirlas, me volqué con pasión a los estudios en el Laredo, que hasta
entonces había tomado con escasa seriedad.
Mi nueva avidez
fue vista con beneplácito por Don Franklin Anaya, aunque al mismo tiempo le
presentaba un problema. En aquella época el Instituto brindaba instrucción
musical y buenas oportunidades para cantar, pero esa dieta no bastaba para un
alumno voraz e impaciente por aprender mucho, y rápido. El que Don Franklin
haya reconocido el problema y esbozado soluciones antes que yo mismo me diera
cuenta es una de las muchas muestras de generosidad y de su inteligencia
educativa. Me dio consejos, me prestó libros y me entretuvo con largas
conversaciones sobre música y ciencia, esto último no porque yo tuviera
inclinación científica, sino porque él creía apasionadamente en la
complementariedad de estos dos campos. Don Franklin me presentó a Eduardo
Laredo, cuyo nombre – y no el de su hijo Jaime – lleva el Instituto. Don
Franklin consideraba a Don Eduardo un educador nato, que había demostrado su
sabiduría en el largo, sistemático y sacrificado proceso de la educación
musical de Jaime. Conmigo Don Eduardo fue generoso con su atención y su consejo.
Otro frecuente visitante en casa de los Laredo era Don Mario Estenssoro, cuyo
carácter histriónico y locuaz hacía la conversación instructiva y amena.
No sólo fue Don
Franklin el primero en sugerir que yo fuera a La Paz a estudiar con Alberto
Villalpando. Cuando llegó el momento, la siguiente vacación de invierno, fue él
quien llamó por teléfono – cuando llamar a larga distancia era una cosa
especial y algo solemne – al director de la Orquesta Sinfónica Nacional, pidiéndole
su apoyo para “el alumno que le decía” que se iba a lanzar solo a La Paz.
La Paz
En el invierno de 1973
la Sinfónica preparaba la opera Aida. El
proceso de preparación, férreamente encabezado por Rubén Vartañán, tuvo para mí
la fascinación de una serie policial. Otra vez mirón encandilado, asistí a
todos los ensayos desde mi llegada hasta el ensayo general tres semanas
después. En el ensayo general conocí a Don Walter Montenegro, quien llegaría a
ser amigo entrañable. Una de las personalidades más respetables y respetadas de
la vida boliviana de esa época, Don Walter era una persona cuya fineza, calidez
y sentido del humor cautivaban a quien lo conociera. El violín fue la llave que
me abrió la puerta de su casa, ya que Don Walter, conocido periodista, escritor
y diplomático, era además un buen violinista, aunque no siempre lo admitía.
Tocaba con una musicalidad refinada, y su facilidad para las dobles cuerdas
estaba fuera de toda proporción al tiempo que tenía para practicar. Cuando este
ocupado señor accedió a darme clases de violín me sentí afortunado, y más al
ver que, con el paso del tiempo, la relación entre profesor y alumno se
convertía en amistad. Al margen del afecto y el violín, me unía a Don Walter mi
admiración por su capacidad de exposición, la transparencia con la que expresaba
sus pensamientos y la naturalidad con la que los concatenaba. Usaba un
vocabulario colorido y preciso, propenso a las metáforas vibrantes, muchas
veces traviesas. Su sentido del humor se basaba no en chistes ni frases hechas,
sino en un modo original de ver las cosas, a veces exagerando, a veces
minimizando y casi siempre ironizando. Este arsenal de ingenio, al servicio de
una sensibilidad cálida y generosa, daba a Don Walter Montenegro una magnetismo
descomunal.
El atractivo de La
Paz, con sus conciertos, su orquesta y las clases de Don Walter, era
irresistible y yo viajaba toda vez que podía, con gran sacrificio económico de
mi madre. En una de aquellas visitas, me atreví a pedir permiso para sentarme
con los segundos violines de la orquesta en un ensayo de la obertura de Fidelio. Cuán poco preparado estaba y
cuán pocas notas alcancé a leer a primera vista puede juzgarse por la reacción
de mi compañero de atril, quien me ofreció una caja de fósforos para que
quemara mi violín. Una vez superada la crisis en la que me hundieron esas
palabras, mi reacción fue trabajar más, forzándome a practicar ocho horas
diarias. (Años después me enteraría que mi tío Natalio, quien me hospedaba en
estas visitas, tuvo que optar por hacer la siesta en su auto para poder
descansar cuando yo me ponía a practicar después de almuerzo.)
La vacación final de
1973 permitió una visita más larga. Ahora mejor preparado, pude servir de
supernumerario en la Sinfónica, que entonces preparaba el ballet Giselle con el joven maestro Carlos
Rosso, recién graduado del conservatorio de Varsovia. Al mismo tiempo se
efectuó al fin mi ansiado contacto con el maestro Alberto Villalpando, quien me
admitió en el grupo que iba a su casa a pasar clases de composición. Éramos
Juan Antonio Maldonado, Freddy Terrazas, Willy Pozadas y yo. A partir de este
momento los eventos se sucedieron a un paso vertiginoso. Tener la guía de un
compositor profesional y compañeros con intereses similares era la realización
de un sueño. El modesto pago que el maestro Vartañán dispuso por mis dos meses
de trabajo en Giselle sugería la
posibilidad de empleo remunerado en La Paz. Para mayor tentación, Villalpando y
Rosso anunciaron la creación de un Taller de Música en la Universidad Católica
Boliviana a partir del año entrante. Decir que en febrero de 1974 era yo un
orgulloso habitante de la ciudad de La Paz, miembro de la Orquesta Sinfónica
Nacional y estudiante universitario, es aligerar esta narrativa de muchos
detalles, en su mayoría relacionados con la penuria mía y la generosidad de los
parientes y amigos que impidieron mi muerte por inanición.
Si trabajar en
la Sinfónica, con sus dramáticos altibajos y sus apretadas limitaciones, fue un
buen aprendizaje práctico, el Taller de Música lo fue académico. Varios aspectos
distinguen a este proyecto singular de cualquier otro semejante. El binomio de
Rosso y Villalpando era el núcleo en torno al cual gravitaba todo. Carismáticos
y osados, los dos compartían una fe casi mística en la importancia de la misión
que habían emprendido, y su compromiso con la idea – y la práctica – del Taller
era total. Esto a su vez atrajo un núcleo de alumnos fuertemente identificados
con el proyecto, que no tardaron en conformar una especie de vanguardia dentro
del alumnado. No me atrevo a enumerarlos por temor a omitir a alguien
importante. Al estudio le sobraba en pasión y amenidad lo que le faltaba en
método, pero debo destacar las clases de Villalpando – armonía, contrapunto y
composición – siempre bien preparadas, claramente explicadas y por lo tanto una
fuente infalible de inspiración. Villalpando enseñaba con una autoridad serena
que infundía respeto, y sus observaciones dejaban entrever una sensibilidad
amplia, irreverente y curiosa por lo nuevo. Exudaba una espontaneidad casi
infantil, y su entusiasmo por la música, la literatura y la vida era
contagioso. Empapado en un modernismo de tendencias atonales, a veces
politonales y aleatorias, en sus clases me daba muestras de desear que yo
escribiera en un lenguaje más vanguardista que el que yo utilizaba, pero su
respeto por la individualidad del alumno le impidió presionarme o ser
destructivo con mi trabajo. En lo que mi maestro y yo convergíamos plenamente
era en el interés por destilar sustancias nuevas a partir del folclore
boliviano. Esto Villalpando no lo predicaba, pero sus obras lo ponían de
manifiesto con sobrada claridad.
Entre otros
importantes profesores del Taller estaban Blanca Wiethüchter en literatura,
Vartañán en dirección, Carlos Seoane en historia de la música, Luis Espinal en
cine y músicos visitantes como el compositor Edgar Alandia y los pianistas
Andrzej Dutkjewicz y Peter Roggenkamp. El Taller de Música fue una experiencia
educativa que brindó a sus participantes lo mejor que se podía ofrecer dentro
de los límites de la época y de los recursos con que se contaba. Me considero
afortunado por haber participado en aquella aventura. Su epílogo, en lo que a
mí respecta, fue la presentación y defensa, en 1980, de una memoria de estudios
– la escribí sobre la música cristiana en Bolivia – que según el reglamento me
habilitó para obtener la licenciatura.
Aleatorio
Del núcleo de
alumnos al que me referí anteriormente surgió en 1977 el grupo Aleatorio.
Unidos por el deseo de promover nuestra propia música, y hasta cierto punto de
crear un movimiento generacional de renovación, cuatro alumnos del Taller
resolvimos organizar proyectos fuera del ámbito de las instituciones
existentes. Éramos José Luis Prudencio, Cergio Prudencio, Freddy Terrazas y yo.
Al recordar, pienso en varias otras figuras que por su capacidad y por
compartir esas metas podrían haber estado en el grupo –como Franz Terceros o
Nicolás Suárez– pero a esta distancia en el tiempo no sabría precisar la causa
de su ausencia.
A fuerza de
entusiasmo, Aleatorio consiguió suficiente apoyo para montar un espectáculo en
el Teatro Municipal titulado Concierto-Ballet. Los cuatro miembros del grupo
estrenamos sendas obras, tres de ellas coreografiadas por la joven bailarina
Yvonne Stahlie, quien empezaba a probar su fuerza en el campo de la
coreografía. Fue un proyecto ambicioso que atrajo considerable atención y que,
pese a las limitaciones circundantes, alcanzó sus objetivos con holgura.
La experiencia
artística y administrativa del Concierto-Ballet fue instructiva y por demás
divertida, gracias al espíritu de cooperación y amistad entre los miembros del
grupo. Fortalecidos por el primer éxito, nos correspondía seguir operando,
según nos habíamos propuesto, como un foco de renovación. Teníamos ideas, de
las cuales varias prosperarían en los próximos meses. Sin embargo, en aquel
momento yo resolví retirarme de Aleatorio. Había participado con entusiasmo,
disfrutando mucho de la comunión creativa con mis tres amigos, pero al
contemplar la estrategia a largo plazo decidí que mi desarrollo exigía
continuar solo. Esto no fue bien recibido por ellos, pero huelga decir que mi
partida no impidió que Aleatorio continuara activo y exitoso, especialmente a
través de su programa de música contemporánea en Radio Cristal titulado Ventana a la música.
Mi separación de
Aleatorio podría haber dado lugar a una de aquellas enemistades tradicionales
que abundaban en el ambiente musical boliviano, pero felizmente no fue así.
Quiero creer que mi generación tiene otra manera de relacionarse. Aleatorio sí
publicó una dura crítica del estreno de mi Misa
de Corpus Christi, en la que a este correligionario de unos meses atrás
describían como a un compositor de poca imaginación y dudosa ética. Pero esto
comparado con las diatribas que solían intercambiar nuestro mayores resultaba
benévolo.[4]
Poco después hubo un
último amago de colaboración, cuando miembros de Aleatorio y yo coincidimos en presentar proyectos y hojas de vida para
trabajar en Extensión Universitaria de la Universidad de San Andrés. Eran
tiempos de apertura democrática: las
nuevas autoridades universitarias querían renovar las estructuras con un
enfoque progresista y popular. Mi propuesta fue la creación de la primera
orquesta experimental de instrumentos nativos. Supe que la idea interesó a las
autoridades de Extensión, aunque su evaluación de mi candidatura fue más bien
baja, y resulté escogido, sí, pero en un tercer o cuarto lugar. Me pareció
inexplicable que mi experiencia y mis logros no hubieran bastado para ganarme
un primer lugar, y llegué a la conclusión de que en ese nuevo juego había
reglas que yo no comprendía. En esa coyuntura lo honorable me pareció retirarme
y dejar que otros realizaran el proyecto. Esta nueva deserción me valió algún
merecido reproche de mis amigos, pero los eventos que siguieron demostraron que
el proyecto había caído en las mejores manos.
No me corresponde a mí
contar la historia de los comienzos de la orquesta de instrumentos nativos,
aunque las andanzas y tribulaciones que me relataban mis amigos Prudencio me
hacen desear que alguien la cuente. Diré que en poco tiempo me tocó asistir a
su primer concierto. Fue en 1980 en el Paraninfo Universitario, y fue un suceso
memorable. La alineación de los intrumentos por familias y registros, la
seguridad de la ejecución, las novedosas sonoridades resultantes, la calidad de
las obras que se estrenaban –una de José Luis con un largo título en aymara y
otra de Cergio, La ciudad–
testificaban la magnitud de la tarea que los dos hermanos habían realizado.[5] La intensidad
creativa y el esfuerzo que habían conducido a ese momento pueden medirse por
una de las escenas que le siguió: cuando subí al escenario a felicitar a mis
amigos, Cergio prorrumpió en sollozos en mis brazos. Cuando, unos días después,
los hermanos, conscientes de la magnitud de lo que habían iniciado, me
sugirieron que escribiera un artículo sobre el tema, les repliqué que no podía,
porque el artículo ya estaba escrito y enviado a Presencia. Yo lo había titulado “Orquesta Universitaria de
Instrumentos Nativos: nace un gigante” pero en redacción moderaron mi retórica
y pusieron “Instrumentos nativos San Andrés”. Sigo creyendo que el título
original era más apropiado.
Balada malhadada
Uno de los avances
instigados por Carlos Rosso había sido la creación de la Orquesta de Cámara
Municipal, que en aquellos años había alcanzado un auge de calidad. Sus
conciertos pronto se convirtieron en uno de los mejores aportes al quehacer
musical de la época, gracias al éxito del maestro Rosso en reclutamiento de
personal y en disciplina de ensayos. Los conciertos eran quincenales, se
realizaban en el Salón de Recepciones del Teatro Municipal, y tenían un público
leal, encabezado por el empresario Fernando Illanes, a quien se veía sin falta
sentado en primera fila con su familia. Rosso se marchó del país en 1979,
dejando una acefalía cubierta en principio por Johnny Gelernter y luego por una
sucesión de directores invitados. Uno de ellos fui yo, en un concierto en el
que estrenamos mi Balada de Carla
para trompeta y orquesta de cuerdas con Daniel Limache como solista. Daniel fue
brillante y la orquesta, por lo menos en mi obra, se desempeñó muy bien, pero
el público aquella noche no fue leal: hubo poca gente y faltaron, por primera
vez, Fernando Illanes y su familia. Era el 31 de octubre de 1979. En esos
precisos momentos en el Hotel Sheraton un congreso de la OEA en su sesión final
aprobaba una declaración proclamando a Bolivia “cuna de la democracia
americana”. Al día siguiente Bolivia despertó de su cuna con el estrépito de
tanques y ametralladoras; el Cnl. Alberto Natusch había derrocado al presidente
constitucional interino Walter Guevara Arze. Con la tinta de su declaración
todavía fresca en el papel, los delegados de la OEA tuvieron que cruzar
barricadas para llegar al aeropuerto y volver a sus países.
Después de dos semanas
de huelga general, barricadas y combates callejeros, retornó una semblanza de
calma y democracia, aunque ni la calma ni la democracia podían ser completas
con Luis García Meza a la cabeza de las Fuerzas Armadas. La Orquesta Municipal
organizó un viaje a Cochabamba con el mismo programa del 31 de octubre. Una
gira por Santa Cruz con otro grupo de cámara – tres voluntarios japoneses,
Johnny Gelenter y yo – me llevó a Cochabamba por una vía distinta del resto de
la orquesta. Llegamos a Cochabamba los del grupo de cámara, pero la orquesta
no: el ferrobús en el que viajaban de La Paz había chocado contra un tren
estacionario. Felizmente no hubo fatalidades, pero sí heridos, algunos de
gravedad, como el violinista Orlando Ayllón. Por si fuera poco, todavía en
Cochabamba, uno de los amigos japoneses fue embestido por una motocicleta y
tuvimos que llevarlo inconsciente al Hospital Viedma. Tras un estreno tan
accidentado, no se ha vuelto a tocar mi Balada
de Carla, ni creo que me arriesgue a volver a programarla.
El segundo gobierno
democrático interino fue un periodo tenso, marcado por signos enigmáticos y
amenazas que no auguraban nada bueno, como la desaparición
del padre Luis Espinal y el hallazgo de su cuerpo con claras señales de tortura. En lo musical se percibía un extraño vacío. Era innegable
que la apertura democrática había enriquecido la vida cultural, y que la nueva
generación musical empezaba a producir resultados con creciente confianza en sí
misma. Sin embargo paradójicamente se había producido un éxodo de figuras
importantes. Villalpando, Rosso y Walter Montenegro estaban en misiones
diplomáticas fuera del país; pronto partirían José Luis Prudencio, Rubén Silva
y los amigos japoneses. Los grandes proyectos parecían haber quedado atrás, y
faltaba la electricidad de años anteriores. Yo dedicaba todo mi tiempo libre a
componer una obra orquestal que sabía imposible para nuestra Sinfónica. Nunca
habían parecido tan frustrantes las limitaciones del entorno. ¿Era la ausencia
de los que se habían ido? ¿O era -como está de moda preguntarse- porque, una vez
librada de la represión, la sociedad había perdido su principal acicate
creativo? Alguien debería estudiar este tema. En cuanto a mí, había llegado el
momento de encarar lo impostergable y emprender un viaje de estudios. Partí
pocos días después de votar en las elecciones de 1980.
Años de peregrino
Me abstengo de
narrar aquí mis aventuras en Japón. Sólo diré que estudié violín y composición
con dos profesores japoneses admirables y volví a La Paz en 1983. La tempestad
de García Meza había pasado, y encontré un país sumido en la turbulencia que
presidía la UDP. Trabajé en la Orquesta de Cámara Municipal y enseñé en el
Conservatorio, pero aun con dos empleos era difícil subsistir. En lo cultural
reinaba un cierto caos creativo, pero las dificultades de la vida diaria
obstaculizaban la creatividad. Era difícil que fluyera la inspiración cuando no
había pan en la tienda y cuando los sindicatos se turnaban para paralizar un
servicio público, luego otro, luego todos juntos en un paro general.
En este ambiente
caótico me sostuvieron algunas cosas positivas. Un grupo de alumnos en la clase
de armonía en el Conservatorio a los que daba gusto enseñar, entre ellos Luz
Bolivia Sánchez. Un proyecto de recopilación y arreglos de música judía, que
realicé alentado por mi amigo Johnny Gelernter, el cual culminó en un concierto
de la Sinfónica y Coral Nova, dirigidos por Ramiro Soriano. Un concierto de
canciones turcas a cargo de Füsün Birced, para el cual hice algunos arreglos en
colaboración con el inolvidable Marcelo Urioste. Una colección de taquiraris
que el inspiradísimo Rogers Becerra me había mandado del Beni con el encargo de
orquestarlos. Fue, pues, un periodo de arreglos y orquestaciones. La única
composición original que pude realizar, una passacaglia por encargo de mi
profesor japonés de violín, Takeshi Kobayashi, la retiré, insatisfecho,
inmediatamente después de su estreno en Tokio. Y, en octubre de 1984, partí a
Inglaterra. La primera obra que compuse allí fue el inicio de una nueva fase
pero también un exorcismo de experiencias recientes: se llamaba Conversación en el cruce y era una
escena semi-teatral en la que se discute una sucesión interminable de huelgas y
conflictos.[6]
Resumiendo veintitrés
años de actividad, diré que en el Reino Unido cursé una maestría y un
doctorado, trabajé como compositor en residencia en la universidad de Belfast y
luego fui docente en Dartington College y en la universidad de Newcastle, donde
trabajo ahora, en 2002. He compuesto sin pausa y, con un par de excepciones,
todas las obras compuestas se han ejecutado, algunas en escenarios importantes.
Mis retornos a
Bolivia fueron esporádicos y breves al principio, pero en los últimos años han
aumentado en frecuencia y en duración. Fue Carlos Rosso quien, no por primera
vez, me abrió la puerta de la oportunidad, al invitarme en 2001 a enseñar en la
versión resucitada del Taller de Música de la Universidad Católica Boliviana.
Este taller me ha permitido reincorporarme a la vida útil del país, y a través
de ésta y otras experiencias me estoy familiarizando con un ambiente renovado.
Villalpando ha consolidado su posición como el compositor emblemático del país,
habiendo realizado una travesía larga y prolífica de evolución técnica y
estilística. Es, ahora más que nunca, el padre de la música contemporánea
boliviana. Cergio Prudencio ha perseverado con la orquesta de instrumentos
nativos, con la cual – además de grandes logros creativos independientes – ha
adquirido una sólida reputación nacional e internacional. Nicolás Suárez,
aparte de madurar como compositor, se ha hecho cargo del Conservatorio desde el
cual ejerce una influencia beneficiosa y renovadora. Han hecho contribuciones
valiosas Franz Terceros y Willy Pozadas.
Con grata
sorpresa, he comprobado el advenimiento de compositores nuevos, que se han
preparado con seriedad y que son ahora interlocutores válidos en el diálogo de
la creación actual: Oldrich Halas, Javier Parrado, Gastón Arce, Juan Siles y
otros. Mayor que ellos, Roberto Williams ha puesto a Sucre en el mapa con sus
obras y proyectos innovadores. Entre los intérpretes, la pianista Mariana
Alandia y el guitarrista Pastor Villca pertenecen a esa rara especie de
ejecutantes de primera clase que promueven lo nuevo. El flautista Alvaro
Montenegro cruza géneros y repertorios con volatilidad atlética, y veo con
placer la llegada de inmigrantes capacitados, sobre todo de Rusia, cuya
presencia e influencia ya se siente en La Paz y en Cochabamba. Con un ejército
así se puede librar grandes batallas por la música en Bolivia.
Entretanto,
el Instituto Laredo ha tenido tiempo para crecer y consolidar sus funciones.
Habiendo sobrevivido el terremoto que significó la muerte de Franklin Anaya,
ahora es un foco indiscutible de formación y promoción artística, ya no sólo en
música sino también en danza y teatro. Gracias al Instituto, Cochabamba vibra
con música de todo tipo, y la Orquesta Sinfónica Municipal, de una calidad
nunca antes oída en Bolivia, consiste en su absoluta mayoría en alumnos,
ex-alumnos o profesores del Laredo. El Trío Apolo, iniciativa del admirable
pianista y astrofísico Emilio Aliss, ha hecho conciertos y grabaciones de alta
calidad, en los que la música de compositores bolivianos tiene sitio de
prioridad. La obra que estoy componiendo actualmente es encargo de ellos.
Concluiré con
una reflexión sobre la posición de compositores como Edgar Alandia, Jorge
Ibáñez y yo mismo. Establecidos fuera del país, nos hallamos en la situación
ambigua de ser visitantes en Bolivia y extranjeros en el país anfitrión. Esto
podría verse, con malicia o compasión, como un estado de alienación, pero
también, visto más positivamente, como un rol de emisarios de Bolivia en el
resto del mundo y del resto del mundo en Bolivia. Aun las veces que no
trabajamos con temática boliviana – y no siempre lo hacemos, ni los expatriados
ni los que viven en el país – el mundo nos identifica con nuestro origen. Los
factores de identidad, como el rostro, el nombre, el carácter, la cultura, los
teníamos formados antes de salir del país. Somos demasiado pocos para poder
hablar de una diáspora, pero sí se puede decir que la música, como el resto de
la cultura boliviana, es un árbol cuyas ramas se extienden por el resto del
mundo.
Por mi parte sé que, por encima de los experimentos y transformaciones
técnicos y estilísticos, mis obras son una destilación de los ingredientes que
me han formado. Imágenes visuales y sonoras, como el empedrado brilloso de las
calles de Sopocachi bajo la lluvia, la voz vibrante de Benjo Cruz, el
acompañamiento ágil y flotante de un taquirari, los perros en la noche
cochabambina, y mil otras cosas que ahorro al lector por falta de espacio, o
porque no los he comprendido aún, o porque se los ha llevado el olvido.
[1]
Agustín Fernández, Teoponte,
ópera electroacústica, estrenada por Innererklang Music Theatre el 23 de mayo
de 1988 en el Bloomsbury Theatre, Festival Internacional de la Opera, Londres.
[2]
Carlos Brito B, letra de Rosario Sansores, Sombras, pasillo ecuatoriano.
[3]
Ariel Ramírez, letra de Félix Luna, Alfonsina
y el mar, zamba argentina
[4] Agustín Fernández, Misa de Corpus Christi (1977) para barítono, coro de niños, coro
mixto y orquesta, estrenada por David Campuzano, Niños Cantores del Valle,
Sociedad Coral Boliviana y Orquesta Sinfónica Nacional dir. Agustín Fernández,
junio de 1978 en el Teatro Municipal, La Paz.
[5] Cergio Prudencio, La ciudad (1979) para orquesta de instrumentos nativos y narrador,
texto de Blanca Wiethüchter, estrenada por Orquesta Experimental de
Instrumentos Nativos dir. Cergio Prudencio, Paraninfo Universitario, La Paz.
[6]
Agustín Fernández, Conversación en
el cruce (1984) para conjunto de cámara con acción
escénica, estrenada por Gemini el 7 de diciembre de 1984, Eleanor Rathbone
Theatre, Liverpool.
Newcastle, mayo de 2002
© Agustín Fernández 2002