12 September 2010

Alberto Villalpando

Ahora que ha sido exitosamente lanzado el libro de Luis Moya Invenciones sobre la sonoridad boliviana: estudio patrimonial sobre el pensamiento estético musical de Alberto Villalpando (Cochabamba 2009), reproduzco aquí el prólogo que escribí para esa publicación.


Prólogo

Sería difícil exagerar la importancia de Alberto Villalpando en la historia de la música de Bolivia. Situar a este eminente compositor en la historia no es lo mismo que consignarlo al pasado; es celebrar su presencia, ya que en 2008 Villalpando está no sólo vivo, sino vital, en la plenitud de esa creatividad que es lo que ha hecho que sea ya, a la edad de 68 años, parte de la historia. Muchos nos hemos referido a él como al “padre de la música contemporánea boliviana” y, más que un título honorífico, esta frase es un resumen acertado de la labor cumplida por Villalpando a lo largo de medio siglo de trabajo (cf. Agustín Fernández, Apuntes y Reminiscencias, Newcastle 2002).

Esta paternidad se manifiesta de varias maneras: la primera es su condición de pionero. Por supuesto que hubo compositores en Bolivia mucho antes que Villalpando pero, si nos circunscribimos a la Bolivia soberana, él fue el primero en dedicarse profesionalmente a la creación musical, perseverando en ello a lo largo de toda una vida y permitiéndose sólo las distracciones impuestas ineludiblemente por el imperativo de llevar el pan a la mesa en un país sin estructuras de remuneración al compositor.

En un sentido un poco más literal, el renombre de progenitor le corresponde también por haber formado a dos generaciones de compositores bolivianos que hoy le debemos gratitud. La enseñanza como oficio habrá significado para muchos un refugio a salvo de las vicisitudes de vivir del arte, pero para Villalpando enseñar ha sido la expresión de una vocación de compartir, mucho más allá de una necesidad práctica. Soy testigo presencial de un ejemplo contundente, aunque no único: a principios de los años setenta, cuando al maestro no se le conocía ningún ingreso regular, pese a ello recibía en su casa con regularidad a un grupo de alumnos que estudiábamos composición bajo su tutela, sin cobrarnos jamás un centavo. Conformábamos el grupo Juan Antonio Maldonado, Willy Pozadas, Freddy Terrazas y yo. En 1974 este núcleo se integró en el primer Taller de Música de la Universidad Católica Boliviana en La Paz, y la clase de Villalpando creció con la llegada de Nicolás Suárez, Franz Terceros, los hermanos José Luis, Cergio y Jaime Prudencio, y otros más. La experiencia del Taller de Música fue intensa e intensiva, y para sus participantes más involucrados tuvo un efecto de transformación. Villalpando la repitió veinticinco años después en la misma universidad, educando por segunda vez a una vanguardia creativa de figuras jóvenes que, cabe esperar, serán quienes moldeen el paisaje musical de Bolivia en los próximos años. Ni el avance del tiempo ni el asentamiento de Villalpando en Cochabamba a partir de 2001 han conseguido poner fin a su tarea pedagógica: una selección reducida pero importante de compositores jóvenes ha podido beneficiarse de la generosidad instructora del Maestro; entre ellos está el autor de este libro, Luis Moya Salguero.

Sin ánimo de llevar la metáfora a extremos, es importante considerar un tercer factor que justifica apellidar a Villalpando “padre de la música contemporánea boliviana”: su dimensión vanguardista. El aspecto modernista de su trabajo puede parecernos obvio ahora, pero no tan obvio si se toma en cuenta los factores de tiempo y lugar. Si recordamos que Villalpando empezó a ejercer como compositor profesional a su retorno de Buenos Aires en 1965, veremos que una posición de avanzada estaba de antemano condenada a provocar rechazo en los estrechos corredores por donde se movía – cuando se movía – la música en Bolivia.

Para la música en Europa y en Norteamérica, los años sesenta fueron una etapa caracterizada por la profundización y el afianzamiento de los experimentos de la década anterior. A la siembra siguió la cosecha: los cincuenta produjeron obras radicales que afectarían profundamente el curso de la historia: December 1952 de Earle Brown y 4’33” de Cage (1952), Klavierstück XI (1956), Gesang der Jünlinge (1956), Gruppen (1957), y Kontakte (1960) de Stockhausen, Le marteau sans maître (1955) y la Tercera Sonata (1957) de Boulez, Sequenza I de Berio (1958) y muchas otras. Los sesenta cosecharon los frutos de esa radicalidad y trabajaron por integrar las nuevas posibilidades dentro de una gramática sostenible. Fue en esa década afortunada que Villalpando hizo su ingreso en la música contemporánea, y efectuó su entrada por la puerta más grande que había: la de di Tella.

El Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales, parte del Instituto Torcuato di Tella, fue establecido en Buenos Aires en 1962 por Alberto Ginastera, con el objetivo de formar compositores irradiando a partir de un polo magnético y fuerza de innovación musical americanista acorde con el status de Weltstadt al que aspiraba la capital argentina en ese entonces (John King, El Di Tella y el desarrollo cultural argentino en la década del sesenta, Buenos Aires 1985). La meta fue sólo parcialmente alcanzada, no por falta de recursos como es la historia eterna de Latinoamérica sino por el encono personal del General Juan Carlos Onganía, quien consiguió clausurar el CLAEM antes de ser derrocado en 1970.

En distintos momentos de sus ocho años de existencia, pasaron por el CLAEM en calidad de profesores invitados Sessions, Copland, Davidovsky, Ussachevsky, Earle Brown, Xenakis, Cristóbal Halffter, Messiaen, Nono, Dallapiccola, Malipiero y Maderna. A Villalpando no le tocó estudiar con todos, pero sí con una selección representativa, de la cual, nos dice Moya, dejaron las huellas más hondas Dallapiccola y Malipiero. Aparte del aporte personal de estos grandes compositores, ellos le brindaron a Villalpando la oportunidad, acaso única en Latinoamérica, de ponerse al día en las técnicas contemporáneas en vigencia. Di Tella significó además para Villalpando el acogerse a un movimiento generacional que, bajo la figura tutelar de Ginastera, comprendía a compositores como el ecuatoriano Mesías Mayguashca, el peruano Edgar Valcárcel, el colombiano Blas Atehortúa, el uruguayo Coriún Aharonián y, entre otros argentinos, el rosarino Alcides Lanza. Además del estudio analítico de las obras de los compositores invitados y muchas otras, en el CLAEM se respiraba el aire nuevo de la música de entonces: procedimientos armónicos y melódicos no tonales, serialismo, serialismo integral, formaciones estructurales nuevas – ya no dependientes de los moldes clásicos sino de la intención expresiva de cada pieza – mecanismos de indeterminación o aleatorios, técnicas instrumentales alternativas, y mucho más.

A su retorno a Bolivia en 1965, Villalpando llegó repleto de descubrimientos, ideas, proyectos y energía creativa y, es más, como relata Moya, acababa de experimentar una epifanía frente a la geografía inmemorial del altiplano, un incidente que conllevó la revelación de una estética de inspiración andina (p. 69). Estaba listo para emprender la obra de su vida, y en su equipaje intelectual tenía las herramientas necesarias para realizarla. Su misión era abrirse camino como compositor boliviano en Bolivia, y al hacerlo colocar a su país en el mapa musical del mundo, comunicando significados propios, únicos e irrepetibles en un idioma que el mundo reconociera como vigente. Era además necesario concienciar al público boliviano de la necesidad de tener una identidad musical contemporánea, ya no basada en la tarjeta postal del auto-turismo sino movida de adentro hacia fuera por una estética más intrínseca. Y por si ese reto fuera poco, era necesario hacer escuela, crear un movimiento generacional que compartiera y transmitiera estos ideales. ¿Qué nivel de predisposición encontró el joven compositor en su nuevo entorno cultural de La Paz? Sin un estudio histórico detallado sólo es dable especular, pero no hace falta mucha imaginación para conjeturarlo: dicho sin rodeos, la actitud predominante debe de haber sido la incomprensión.

¿Cómo podía no serlo? El público musical paceño, generoso pero conservador, tenía poco conocimiento de obras que no fueran del clasicismo más reconocido, y tenía poca o ninguna experiencia de cualquier música posterior a Debussy. Su concepción, si alguna tenía, de una música clásica boliviana se cifraba en compositores como Eduardo Caba, Humberto Viscarra Monje, y en un repertorio post-folclorista de banda militar industriosamente arreglado para orquesta por el infatigable Coronel Antonio Montes Calderón. Es decir, el imperio de la tonalidad era absoluto, y el maremoto de las revoluciones armónicas, rítmicas y tímbricas del modernismo era a lo sumo un rumor distante.

En cuanto a los intérpretes, la Orquesta Sinfónica Nacional, limitada por sus condiciones de trabajo semiprofesionales, en los años sesenta se veía reforzada por un contingente internacional de músicos de alto nivel, norteamericanos y sudamericanos. Numerosos testimonios orales permiten reconstruir la nómina de esos visitantes, y resulta claro que, por excelentes que hayan sido, eran pocos, y no pueden haber conformado más que una escuadra de élite, insuficiente para producir un cuerpo orquestal cohesionado. Para que una orquesta no cohesionada reprodujera con resultados convincentes el sonido de una sinfonía clásica, conocida por músicos y oyentes, haría falta voluntad y esfuerzo, y aun así un poco de benevolencia del público crítico. Para que la misma orquesta presentara por primera vez una obra nueva en estilo desconocido, usando técnicas compositivas nunca antes oídas y requiriendo técnicas instrumentales nunca antes probadas en La Paz, y para que el resultado fuera convincente, haría falta el doble de voluntad y el doble de esfuerzo. ¿Cómo se las ingeniaría el compositor de 25 años, recién llegado a la ciudad, para ganarse esa voluntad y canalizarla en su favor, en favor de la música de vanguardia?  Decir que el reto que tenía por delante era formidable es decir poco. Las cifras de la probabilidad computaban en su contra, y el desenlace más previsible era el fracaso.

Pero Villalpando no fracasó. Cuarenta y tres años más tarde, podemos decir sin temor a equivocarnos que Villalpando ha triunfado. Su obra, de una magnitud considerable, incorpora la voz inconfundible de los Andes dentro de lo que Niculescu llama “una gramática planetaria”, el idioma nuevo y mutable en el que el mundo comunica su diversidad, y la comprende. La obra de Villalpando se escucha en Bolivia y en el resto del mundo. Dos generaciones de compositores bolivianos lo consideran su maestro. Entre los galardones que ha recibido está el Premio Nacional de Cultura (1998), reservado a las figuras más eminentes que han aportado al patrimonio intelectual del país. Los estudiantes de música hacen proyectos sobre su obra. Los músicos conscientes de su identidad cultural buscan interpretar piezas de Villalpando, y el número de estos ejecutantes progresistas es todavía reducido, pero crece. Hasta nuestras orquestas, siempre las últimas en despertar al presente, empiezan a rendirse ante el imperativo de expresar la realidad propia, y cuando de ello se trata las obras de Villalpando son la elección natural, porque Villalpando es el compositor boliviano por antonomasia.

La historia de cómo llegó el joven graduado de 1965 al sitial de prominencia absoluta que hoy le pertenece es larga, no desprovista de momentos felices pero ante todo traspasada de dificultades y partícipe hasta la médula del drama de la historia boliviana del último medio siglo. Contarla como se lo merece será un trabajo hercúleo y requerirá más de un libro.

El presente aporte de Luis Moya no es una biografía, ni un estudio analítico, sino algo más difícil de categorizar. Podríamos describirlo como una investigación de los procesos culturales y psicológicos que subyacen la música de Villalpando. El autor canaliza evidencias de la vida y pensamiento del compositor hacia razonamientos genéricos de índole estética y a menudo psicoanalítica. También al revés, principios teóricos de esas disciplinas sirven de lente para examinar aspectos del trabajo del compositor. Haciendo gala de rigor investigativo, Moya se apoya en lo biográfico sólo en la medida en que le procura sustento para el raciocinio. Sin dejarse distraer por la anécdota, enfoca su interés en una selección reducida de incidentes significativos y, valiéndose de su amplia preparación en psicología, analiza con lucidez recuerdos de la infancia confiados por el propio Villalpando para proyectar significados en la persona artística del compositor maduro.

El método de identificar nodos biográficos e interpretarlos a la luz de sus resonancias ulteriores en la obra del compositor le permite a Moya hablar de música en términos muy personales sin caer en la indiscreción. Uno de esos nodos principales es la “escena del nacimiento” que le sirve a Moya como trampolín para remontarse en una narrativa absorbente en la cual la obra de Villalpando se desovilla como una búsqueda tras lo perdido, en pos de un hallazgo experimentado fugazmente en la niñez: “el sonido es el camino de regreso a un estado de plenitud” (p. 76).

Moya despliega un verdadero arsenal de razonamiento teórico y crítico y no tiene miedo de enmarcar sus procedimientos teóricos dentro del contexto apropiado, a veces de manera exhaustiva. Si este marco contextual resulta por momentos intimidante para el lector no iniciado en teoría crítica, el mejor consejo para ese lector es que persevere; este libro ofrece esclarecimientos interpretativos valiosísimos, y hay secciones enteras – como la dedicada a la “tercera línea” – en la que su prosa se mueve por una esfera elevada de pensamiento, con tal fluidez de estilo y agilidad de ideas que da la impresión de flotar por un jardín de inspiración intelectual.

Felicito y agradezco a Luis Moya por un trabajo serio, disciplinado, bien argumentado y lleno de hallazgos significativos que podrán servir de piedra fundamental  para una literatura interpretativa del pensamiento musical de Villalpando y de Bolivia.

© Agustín Fernández 2008