05 August 2008

Apuntes y reminiscencias

Willy Pozadas, Rubén Vartañán y yo, en la cena de despedida del Maestro Vartañán, alrededor de 1978



Transcribo aquí un aporte que escribí en 2002 y que fue publicado, con alteraciones editoriales no autorizadas, en La Paz ese mismo año.





Al comenzar su novela El libro de mi amigo (1885), Anatole France exalta el valor de la memoria y propone que recontar el pasado es un don humano subestimado, pese a ser algo más admirable que el don opuesto, comúnmente más codiciado, el de predecir el futuro. Me resulta fácil estar de acuerdo con France ahora que, sentado frente a una computadora en Newcastle, Inglaterra, me pongo a rememorar vivencias de mi vida musical en Bolivia a fines del siglo veinte, y veo desfilar ante mí un mundo de personas, lugares y escenas. Muchos de estos recuerdos me visitan a menudo, pero otros ni siquiera creía olvidados, porque simplemente no había pensado en ellos por un largo tiempo. Me sorprende que ahora vuelvan tan vívidamente, aunque su acompañamiento emocional se haya atenuado, y la distancia facilite su comprensión.

Primeros recuerdos 

Empiezo el ejercicio de escarbar la mente en busca del primer recuerdo, de la página que inaugura esa autobiografía que todos tenemos impresa en la memoria. El primer recuerdo data de alrededor de 1960 y, nos es de sorprenderse, es sonoro: los perros ladrando en la noche de Cochabamba. Despierto en la oscuridad, presa ya de ese insomnio que hasta hoy me persigue, oigo los ladridos y aullidos de una jauría que imagino feroz. Mentiría si dijera que no me asusta ese ejército canino que sitia mis noches, pero la verdad es que tampoco me desagrada. Quisiera que callaran los perros, pero ya que no callan los escucho con interés, y su presencia me resulta entretenida al mismo tiempo que algo siniestra. Aunque hoy en día, a principios del siglo veintiuno, la densidad de la población canina ha descendido, es notable volver a Cochabamba y constatar hasta qué punto los perros todavía determinan el paisaje sonoro de sus noches.

Mi familia se mudó a Montero en 1960, y en esa ciudad tuve mis primeras experiencias musicales. En la radio y en las guitarreadas abundaba  la música mexicana (corridos, rancheras y boleros), cubana (más boleros, guarachas y sones) y colombiana (cumbias). Aunque en menor cuantía, se escuchaba también el folclore oriental, sobre todo en arreglos de banda de buri, que era la forma más generalizada de música en vivo, invariablemente en el contexto de la fiesta. Con este repertorio hice mis primeras incursiones en el canto. En la peluquería de la calle Warnes, Don Abundio el peluquero me regalaba guayabas en recompensa por cantar mientras él atendía a sus clientes.

Después de la calle Warnes viví en otra casa, en la calle 24 de Septiembre, digna de recordar por tres razones: estaba a dos cuadras del cementerio, ese magneto de la imaginación popular montereña; en el patio de la casa se erguía un árbol frondoso que me gustaba trepar y sentarme en sus ramas para cantar sin ser oído; y al frente vivía Don Rubén, quien solía reunirse con un amigo para tocar a dos guitarras. Don Rubén, corpulento fisiculturista, rasgueaba el acompañamiento de los taquiraris mientras su amigo, pálido, encorvado y de bigote ralo, tocaba las melodías con una técnica que ahora me recuerda al trémolo de la mandolina. Estas sesiones eran estrictamente instrumentales y no las acompañaba ni la parranda ni el bullicio. Era música de cámara en el sentido exacto del término, y yo la disfrutaba como tal.

Otra memoria musical de entonces es que, años antes de que se conociera la recopilación y arreglo de Rogers Becerra, los niños cantábamos Piama (con la misma melodía, pero algunas discrepancias en la letra que recogiera Don Rogers y popularizara el Trío Oriental).

Por lo demás, guardo mil y un recuerdos de Montero que son ajenos a la música y por lo tanto los dejo para otra ocasión.

En 1965, de nuevo en Cochabamba, mi padre me llevó a casa de Don Rafael Anaya para someterme a una prueba de ingreso al Instituto Laredo. Un personaje de inusual fineza, Don Rafito tocó con un dedo huesudo unas notas al piano que me ordenó repetir, y luego me permitió cantar una pieza de mi repertorio montereño. Terminada la canción, Don Rafito decretó mi admisión con una frase que daba a entender, sin abandonar su típica elegancia, lo mucho que me hacía falta estudiar: “tiene una voz silvestre”.

En primaria el Laredo me instruyó en canto, solfeo y teoría. No todo esto inspiraba entusiasmo, pero las semillas germinarían más tarde. Lo más inspirador de esa época fue tomar parte, a partir de quinto de primaria, en el coro Niños Cantores del Valle, que Don Franklin Anaya regía con mano firme. Sus ensayos exigentes y rigurosos fueron mi primer contacto con este hombre excepcional. Cuando me tocó escoger un instrumento, me habría gustado aprender piano, pero la ausencia de ese instrumento en mi casa y la imposibilidad de adquirirlo determinaron que optara por el clarinete; el profesor, un hombre de nombre eslavo, me rechazó de su clase, pero pronto encontré acogida en la clase de violín. El profesor, don Antonio Patton, carecía de dos dedos de la mano derecha, pero eso no le impedía tocar con buen gusto y enseñar con rigor.

Folclore

Tenía yo diez u once años cuando irrumpió el folclore en Cochabamba. Por supuesto que la música folclórica había estado siempre vigente, pero lo de los años sesenta era un movimiento de reivindicación de los huayños, yaravíes y bailecitos que – lo supe después – formaba parte de una ola en todo el cono sur americano que jerarquizaba lo propio contra el producto internacional comercializado del norte. Dónde se inició este movimiento, si en Argentina, en Chile o en Bolivia, sería interesante investigar, pero tal vez el uso de la palabra “ola” me parece acertado: un movimiento cuya dirección se conoce, pero no su origen. Me gusta pensar que, al margen de cualquier influencia continental, Bolivia tuvo razones endógenas para abrazar su folclore, como ser la mezcla de culturas en la guerra del Chaco, la reivindicación campesina en la revolución de 1952, y la ausencia de una música urbana que expresara el orgullo tribal o nacional, como el tango en Argentina o el vals en Perú. Los Jairas fueron la primera cresta visible, pero cuando la ola llegó a Cochabamba ya Los Jairas eran historia, en ambos sentidos de la expresión.

La peña Ollantay, en la calle Baptista esquina Colombia, era el centro del quehacer folclórico valluno, y un vínculo fortuito – la amistad de mi padre con los dueños – me abrió sus puertas,  primero como espectador y poco después como artista en el tablado, junto al inolvidable Toño Canelas. Si el Dúo Los Kallawayas – nombre desproporcionadamente largo para el tamaño y la trayectoria de sus integrantes – abrió el programa una y mil veces, siempre a mano para llenar lagunas inesperadas, casi siempre sin remuneración, tal vez haya cierta justicia poética en el hecho de que fueron más las veces que asistí como oyente, y nunca pagué por entrar.

Mi ingreso precoz en el mundo del folclore me deparó sorpresas. La primera fue la calidad de la música y el profesionalismo de los ejecutantes que pasaban por la peña. La segunda me la dieron los músicos fuera del tablado. Prácticamente sin excepción, no importa cuán prestigiosos, eran personas sencillas, amigables y, lo que es más, inexplicablemente pacientes con Toño y conmigo, dos curiosos incansables que seguían a los artistas y los importunaban con preguntas técnicas. Al excelente charanguista de Los Chaskas, Basilio Guarachi, debo mis primeras y hasta ahora únicas enseñanzas de charango. A él y a todos los demás les debo la inmerecida generosidad de su amistad y su consejo: Los Rupay, Los Caballeros del Folclore, Los Caminantes, Los Cuatro de Córdoba, Trío Souvenir, Las Kori Majtas, Willy Sevillano, Andrés Fossati (no recuerdo los nombre de los grupos que integraban estos dos últimos) y otros. Escuchándolos, conversando con ellos y asistiendo a sus ensayos aprendí a armonizar en tríadas paralelas o, en la jerga del gremio, “sacar segunda” y “sacar tercera”. “Sacar cuarta”, como me enteré cuando llegaron Los Cuatro de Córdoba, casi siempre no era sino duplicar la melodía una octava más abajo. El que esta gente importante me dedicara tiempo y atención no deja de sorprenderme. Tal vez veían en mí – y en mi amigo Toño, que era más visible – una especie de mascota, o acaso mi interés despertara en ellos un impulse paternal de nutrir entusiasmos juveniles.

Hubo dos músicos cuyas dotes artísticas y humanas me dejaron huellas indelebles: Zulma Yugar, por su voz hermosa y expresiva y una sencillez que contrastaba con su status ya icónico, y Benjo Cruz. Benjo vestía un elegante poncho rojo, se peinaba hacia atrás con gomina y tocaba una guitarra inusual de doce cuerdas. Su voz vibrante y enérgica y la intensidad de sus interpretaciones causaban un impacto arrobador, aun a aquellos que no aceptaban su mensaje de rebelión o que, como yo, lo entendían sólo a medias. En un viaje a Santa Cruz, poco antes de una actuación en La Pascana se zafó el puente de mi charango dejándome sin herramienta de trabajo. Benjo, sabiendo que yo conocía acordes de guitarra, me ofreció la suya, permitiéndome debutar en Santa Cruz con su guitarra de doce cuerdas.

La noticia de la partida de Benjo Cruz a la guerrilla de Teoponte y, poco después, de su muerte en combate, sacudió a muchos, obligándonos a reexaminar todo lo que sabíamos de él. Entonces cobró un sentido estremecedor la advertencia con la que solía abrir sus actuaciones: “quiero cantar una copla por si acaso muera yo / porque nosotros los hombres hoy somos, mañana no”. Esa trayectoria que, vista retrospectivamente, había sido el avance inexorable de Benjo Cruz hacia un final predeterminado – su inmolación – es hasta hoy el ejemplo más grande de integridad artística que he conocido. Cuando, casi veinte años después, el Festival Internacional de Ópera de Londres me encargó una ópera sobre un tema latinoamericano, no me hizo falta pensarlo para escoger a Benjo Cruz y la guerrilla de Teoponte.[1]

Mi acercamiento a Zulma Yugar también fue en ocasión de un viaje de los Kallawayas a Santa Cruz. Ella fue como siempre, generosa con su arte, cantando donde y cuando se diera la ocasión. En especial recuerdo  Sombras, que ella vertía con una expresividad que causaba embeleso.[2] Y recuerdo además, cómo olvidarlo, el tacto supremo de Zulma cuando, venciendo mi timidez de doceañero, le declaré mi amor a la reina del folclore. “Creo que vas a tener que esperar un poco” fue su delicadísima respuesta. En ese viaje los visitantes gozamos de la amistad y hospitalidad de Los Palmarinos – Edith, su hermana y su padre – cuya versión de Alfonsina y el mar era de una profundidad inolvidable.[3] ¿Dónde está esa gente maravillosa? No he vuelto a saber de ellos.

Mi cambio de voz puso fin a Los Kallawayas, pero Toño Canelas, para quien esas nimiedades fisiológicas pasaron desapercibidas, continuó, que yo sepa, sin interrupción, y pasó a ser miembro fundador de Los Kjarkas, hasta su trágica muerte. Yo, por mi parte, probé suerte como instrumentista en un viaje a La Paz, donde René Noda – el “Chino” Noda de Los Caballeros del Folclore – me consiguió presentaciones en la peña Naira y en Televisión Boliviana, que era entonces el único canal. Poco después, un concurso interprovincial de charango en Cochabamba, que gané en la categoría infantil, cerró esta fase de mi carrera.

Epifanía

Mi jubilación del folclore a los trece años me dejó con tiempo para pensar y considerar el próximo paso. Parte del superávit de energía que me quedaba lo empleaba en leer y escribir, bajo la guía e inspiración de mi profesora de literatura en el Laredo, Sarah de Urquidi. Pero no tardó en ocurrir una epifanía que cambió el curso de mi vida. Fue en 1971 en el Palacio de Portales.

Los viernes a las siete de la tarde, Don Tito Jiménez, por entonces presidente de la Sociedad Filarmónica de Cochabamba, presentaba  audiciones de música grabada, según un programa que él preparaba y comentaba. Saliendo un viernes de la biblioteca de Portales, entré a la sala de audiciones a curiosear. El   programa se iniciaba con el Trío para corno, violín y piano de Brahms, opus 40, continuaba con Gesang der Jünlinge de Stockhausen y terminaba con el Cuarteto de Debussy. Descubrir de un solo golpe ese ámbito sonoro que se extendía del romanticismo al modernismo fue vislumbrar un universo nuevo, con posibilidades técnicas y expresivas infinitas. El descubrimiento produjo cambios inmediatos, y al terminar el programa la decisión se había tomado sola: yo quería ser compositor. A los pocos días me puse a bosquejar un trío en estilo brahmsiano, pero no tardé en darme cuenta de que me faltaban las herramientas técnicas para llevarlo a cabo. Resuelto a adquirirlas, me volqué con pasión a los estudios en el Laredo, que hasta entonces había tomado con escasa seriedad.

Mi nueva avidez fue vista con beneplácito por Don Franklin Anaya, aunque al mismo tiempo le presentaba un problema. En aquella época el Instituto brindaba instrucción musical y buenas oportunidades para cantar, pero esa dieta no bastaba para un alumno voraz e impaciente por aprender mucho, y rápido. El que Don Franklin haya reconocido el problema y esbozado soluciones antes que yo mismo me diera cuenta es una de las muchas muestras de generosidad y de su inteligencia educativa. Me dio consejos, me prestó libros y me entretuvo con largas conversaciones sobre música y ciencia, esto último no porque yo tuviera inclinación científica, sino porque él creía apasionadamente en la complementariedad de estos dos campos. Don Franklin me presentó a Eduardo Laredo, cuyo nombre – y no el de su hijo Jaime – lleva el Instituto. Don Franklin consideraba a Don Eduardo un educador nato, que había demostrado su sabiduría en el largo, sistemático y sacrificado proceso de la educación musical de Jaime. Conmigo Don Eduardo fue generoso con su atención y su consejo. Otro frecuente visitante en casa de los Laredo era Don Mario Estenssoro, cuyo carácter histriónico y locuaz hacía la conversación instructiva y amena.

No sólo fue Don Franklin el primero en sugerir que yo fuera a La Paz a estudiar con Alberto Villalpando. Cuando llegó el momento, la siguiente vacación de invierno, fue él quien llamó por teléfono – cuando llamar a larga distancia era una cosa especial y algo solemne – al director de la Orquesta Sinfónica Nacional, pidiéndole su apoyo para “el alumno que le decía” que se iba a lanzar solo a La Paz.

La Paz

En el invierno de 1973 la Sinfónica preparaba la opera Aida. El proceso de preparación, férreamente encabezado por Rubén Vartañán, tuvo para mí la fascinación de una serie policial. Otra vez mirón encandilado, asistí a todos los ensayos desde mi llegada hasta el ensayo general tres semanas después. En el ensayo general conocí a Don Walter Montenegro, quien llegaría a ser amigo entrañable. Una de las personalidades más respetables y respetadas de la vida boliviana de esa época, Don Walter era una persona cuya fineza, calidez y sentido del humor cautivaban a quien lo conociera. El violín fue la llave que me abrió la puerta de su casa, ya que Don Walter, conocido periodista, escritor y diplomático, era además un buen violinista, aunque no siempre lo admitía. Tocaba con una musicalidad refinada, y su facilidad para las dobles cuerdas estaba fuera de toda proporción al tiempo que tenía para practicar. Cuando este ocupado señor accedió a darme clases de violín me sentí afortunado, y más al ver que, con el paso del tiempo, la relación entre profesor y alumno se convertía en amistad. Al margen del afecto y el violín, me unía a Don Walter mi admiración por su capacidad de exposición, la transparencia con la que expresaba sus pensamientos y la naturalidad con la que los concatenaba. Usaba un vocabulario colorido y preciso, propenso a las metáforas vibrantes, muchas veces traviesas. Su sentido del humor se basaba no en chistes ni frases hechas, sino en un modo original de ver las cosas, a veces exagerando, a veces minimizando y casi siempre ironizando. Este arsenal de ingenio, al servicio de una sensibilidad cálida y generosa, daba a Don Walter Montenegro una magnetismo descomunal.

El atractivo de La Paz, con sus conciertos, su orquesta y las clases de Don Walter, era irresistible y yo viajaba toda vez que podía, con gran sacrificio económico de mi madre. En una de aquellas visitas, me atreví a pedir permiso para sentarme con los segundos violines de la orquesta en un ensayo de la obertura de Fidelio. Cuán poco preparado estaba y cuán pocas notas alcancé a leer a primera vista puede juzgarse por la reacción de mi compañero de atril, quien me ofreció una caja de fósforos para que quemara mi violín. Una vez superada la crisis en la que me hundieron esas palabras, mi reacción fue trabajar más, forzándome a practicar ocho horas diarias. (Años después me enteraría que mi tío Natalio, quien me hospedaba en estas visitas, tuvo que optar por hacer la siesta en su auto para poder descansar cuando yo me ponía a practicar después de almuerzo.)

La vacación final de 1973 permitió una visita más larga. Ahora mejor preparado, pude servir de supernumerario en la Sinfónica, que entonces preparaba el ballet Giselle con el joven maestro Carlos Rosso, recién graduado del conservatorio de Varsovia. Al mismo tiempo se efectuó al fin mi ansiado contacto con el maestro Alberto Villalpando, quien me admitió en el grupo que iba a su casa a pasar clases de composición. Éramos Juan Antonio Maldonado, Freddy Terrazas, Willy Pozadas y yo. A partir de este momento los eventos se sucedieron a un paso vertiginoso. Tener la guía de un compositor profesional y compañeros con intereses similares era la realización de un sueño. El modesto pago que el maestro Vartañán dispuso por mis dos meses de trabajo en Giselle sugería la posibilidad de empleo remunerado en La Paz. Para mayor tentación, Villalpando y Rosso anunciaron la creación de un Taller de Música en la Universidad Católica Boliviana a partir del año entrante. Decir que en febrero de 1974 era yo un orgulloso habitante de la ciudad de La Paz, miembro de la Orquesta Sinfónica Nacional y estudiante universitario, es aligerar esta narrativa de muchos detalles, en su mayoría relacionados con la penuria mía y la generosidad de los parientes y amigos que impidieron mi muerte por inanición.

Si trabajar en la Sinfónica, con sus dramáticos altibajos y sus apretadas limitaciones, fue un buen aprendizaje práctico, el Taller de Música lo fue académico. Varios aspectos distinguen a este proyecto singular de cualquier otro semejante. El binomio de Rosso y Villalpando era el núcleo en torno al cual gravitaba todo. Carismáticos y osados, los dos compartían una fe casi mística en la importancia de la misión que habían emprendido, y su compromiso con la idea – y la práctica – del Taller era total. Esto a su vez atrajo un núcleo de alumnos fuertemente identificados con el proyecto, que no tardaron en conformar una especie de vanguardia dentro del alumnado. No me atrevo a enumerarlos por temor a omitir a alguien importante. Al estudio le sobraba en pasión y amenidad lo que le faltaba en método, pero debo destacar las clases de Villalpando – armonía, contrapunto y composición – siempre bien preparadas, claramente explicadas y por lo tanto una fuente infalible de inspiración. Villalpando enseñaba con una autoridad serena que infundía respeto, y sus observaciones dejaban entrever una sensibilidad amplia, irreverente y curiosa por lo nuevo. Exudaba una espontaneidad casi infantil, y su entusiasmo por la música, la literatura y la vida era contagioso. Empapado en un modernismo de tendencias atonales, a veces politonales y aleatorias, en sus clases me daba muestras de desear que yo escribiera en un lenguaje más vanguardista que el que yo utilizaba, pero su respeto por la individualidad del alumno le impidió presionarme o ser destructivo con mi trabajo. En lo que mi maestro y yo convergíamos plenamente era en el interés por destilar sustancias nuevas a partir del folclore boliviano. Esto Villalpando no lo predicaba, pero sus obras lo ponían de manifiesto con sobrada claridad.

Entre otros importantes profesores del Taller estaban Blanca Wiethüchter en literatura, Vartañán en dirección, Carlos Seoane en historia de la música, Luis Espinal en cine y músicos visitantes como el compositor Edgar Alandia y los pianistas Andrzej Dutkjewicz y Peter Roggenkamp. El Taller de Música fue una experiencia educativa que brindó a sus participantes lo mejor que se podía ofrecer dentro de los límites de la época y de los recursos con que se contaba. Me considero afortunado por haber participado en aquella aventura. Su epílogo, en lo que a mí respecta, fue la presentación y defensa, en 1980, de una memoria de estudios – la escribí sobre la música cristiana en Bolivia – que según el reglamento me habilitó para obtener la licenciatura.


Aleatorio

Del núcleo de alumnos al que me referí anteriormente surgió en 1977 el grupo Aleatorio. Unidos por el deseo de promover nuestra propia música, y hasta cierto punto de crear un movimiento generacional de renovación, cuatro alumnos del Taller resolvimos organizar proyectos fuera del ámbito de las instituciones existentes. Éramos José Luis Prudencio, Cergio Prudencio, Freddy Terrazas y yo. Al recordar, pienso en varias otras figuras que por su capacidad y por compartir esas metas podrían haber estado en el grupo –como Franz Terceros o Nicolás Suárez– pero a esta distancia en el tiempo no sabría precisar la causa de su ausencia.

A fuerza de entusiasmo, Aleatorio consiguió suficiente apoyo para montar un espectáculo en el Teatro Municipal titulado Concierto-Ballet. Los cuatro miembros del grupo estrenamos sendas obras, tres de ellas coreografiadas por la joven bailarina Yvonne Stahlie, quien empezaba a probar su fuerza en el campo de la coreografía. Fue un proyecto ambicioso que atrajo considerable atención y que, pese a las limitaciones circundantes, alcanzó sus objetivos con holgura.

La experiencia artística y administrativa del Concierto-Ballet fue instructiva y por demás divertida, gracias al espíritu de cooperación y amistad entre los miembros del grupo. Fortalecidos por el primer éxito, nos correspondía seguir operando, según nos habíamos propuesto, como un foco de renovación. Teníamos ideas, de las cuales varias prosperarían en los próximos meses. Sin embargo, en aquel momento yo resolví retirarme de Aleatorio. Había participado con entusiasmo, disfrutando mucho de la comunión creativa con mis tres amigos, pero al contemplar la estrategia a largo plazo decidí que mi desarrollo exigía continuar solo. Esto no fue bien recibido por ellos, pero huelga decir que mi partida no impidió que Aleatorio continuara activo y exitoso, especialmente a través de su programa de música contemporánea en Radio Cristal titulado Ventana a la música.

Mi separación de Aleatorio podría haber dado lugar a una de aquellas enemistades tradicionales que abundaban en el ambiente musical boliviano, pero felizmente no fue así. Quiero creer que mi generación tiene otra manera de relacionarse. Aleatorio sí publicó una dura crítica del estreno de mi Misa de Corpus Christi, en la que a este correligionario de unos meses atrás describían como a un compositor de poca imaginación y dudosa ética. Pero esto comparado con las diatribas que solían intercambiar nuestro mayores resultaba benévolo.[4] 

Poco después hubo un último amago de colaboración, cuando miembros de Aleatorio y yo coincidimos en presentar proyectos y hojas de vida para trabajar en Extensión Universitaria de la Universidad de San Andrés. Eran tiempos de apertura democrática:  las nuevas autoridades universitarias querían renovar las estructuras con un enfoque progresista y popular. Mi propuesta fue la creación de la primera orquesta experimental de instrumentos nativos. Supe que la idea interesó a las autoridades de Extensión, aunque su evaluación de mi candidatura fue más bien baja, y resulté escogido, sí, pero en un tercer o cuarto lugar. Me pareció inexplicable que mi experiencia y mis logros no hubieran bastado para ganarme un primer lugar, y llegué a la conclusión de que en ese nuevo juego había reglas que yo no comprendía. En esa coyuntura lo honorable me pareció retirarme y dejar que otros realizaran el proyecto. Esta nueva deserción me valió algún merecido reproche de mis amigos, pero los eventos que siguieron demostraron que el proyecto había caído en las mejores manos.

No me corresponde a mí contar la historia de los comienzos de la orquesta de instrumentos nativos, aunque las andanzas y tribulaciones que me relataban mis amigos Prudencio me hacen desear que alguien la cuente. Diré que en poco tiempo me tocó asistir a su primer concierto. Fue en 1980 en el Paraninfo Universitario, y fue un suceso memorable. La alineación de los intrumentos por familias y registros, la seguridad de la ejecución, las novedosas sonoridades resultantes, la calidad de las obras que se estrenaban –una de José Luis con un largo título en aymara y otra de Cergio, La ciudad– testificaban la magnitud de la tarea que los dos hermanos habían realizado.[5] La intensidad creativa y el esfuerzo que habían conducido a ese momento pueden medirse por una de las escenas que le siguió: cuando subí al escenario a felicitar a mis amigos, Cergio prorrumpió en sollozos en mis brazos. Cuando, unos días después, los hermanos, conscientes de la magnitud de lo que habían iniciado, me sugirieron que escribiera un artículo sobre el tema, les repliqué que no podía, porque el artículo ya estaba escrito y enviado a Presencia. Yo lo había titulado “Orquesta Universitaria de Instrumentos Nativos: nace un gigante” pero en redacción moderaron mi retórica y pusieron “Instrumentos nativos San Andrés”. Sigo creyendo que el título original era más apropiado.


Balada malhadada
Uno de los avances instigados por Carlos Rosso había sido la creación de la Orquesta de Cámara Municipal, que en aquellos años había alcanzado un auge de calidad. Sus conciertos pronto se convirtieron en uno de los mejores aportes al quehacer musical de la época, gracias al éxito del maestro Rosso en reclutamiento de personal y en disciplina de ensayos. Los conciertos eran quincenales, se realizaban en el Salón de Recepciones del Teatro Municipal, y tenían un público leal, encabezado por el empresario Fernando Illanes, a quien se veía sin falta sentado en primera fila con su familia. Rosso se marchó del país en 1979, dejando una acefalía cubierta en principio por Johnny Gelernter y luego por una sucesión de directores invitados. Uno de ellos fui yo, en un concierto en el que estrenamos mi Balada de Carla para trompeta y orquesta de cuerdas con Daniel Limache como solista. Daniel fue brillante y la orquesta, por lo menos en mi obra, se desempeñó muy bien, pero el público aquella noche no fue leal: hubo poca gente y faltaron, por primera vez, Fernando Illanes y su familia. Era el 31 de octubre de 1979. En esos precisos momentos en el Hotel Sheraton un congreso de la OEA en su sesión final aprobaba una declaración proclamando a Bolivia “cuna de la democracia americana”. Al día siguiente Bolivia despertó de su cuna con el estrépito de tanques y ametralladoras; el Cnl. Alberto Natusch había derrocado al presidente constitucional interino Walter Guevara Arze. Con la tinta de su declaración todavía fresca en el papel, los delegados de la OEA tuvieron que cruzar barricadas para llegar al aeropuerto y volver a sus países.

Después de dos semanas de huelga general, barricadas y combates callejeros, retornó una semblanza de calma y democracia, aunque ni la calma ni la democracia podían ser completas con Luis García Meza a la cabeza de las Fuerzas Armadas. La Orquesta Municipal organizó un viaje a Cochabamba con el mismo programa del 31 de octubre. Una gira por Santa Cruz con otro grupo de cámara – tres voluntarios japoneses, Johnny Gelenter y yo – me llevó a Cochabamba por una vía distinta del resto de la orquesta. Llegamos a Cochabamba los del grupo de cámara, pero la orquesta no: el ferrobús en el que viajaban de La Paz había chocado contra un tren estacionario. Felizmente no hubo fatalidades, pero sí heridos, algunos de gravedad, como el violinista Orlando Ayllón. Por si fuera poco, todavía en Cochabamba, uno de los amigos japoneses fue embestido por una motocicleta y tuvimos que llevarlo inconsciente al Hospital Viedma. Tras un estreno tan accidentado, no se ha vuelto a tocar mi Balada de Carla, ni creo que me arriesgue a volver a programarla.

El segundo gobierno democrático interino fue un periodo tenso, marcado por signos enigmáticos y amenazas que no auguraban nada bueno, como la desaparición del padre Luis Espinal y el hallazgo de su cuerpo con claras señales de tortura. En lo musical se percibía un extraño vacío. Era innegable que la apertura democrática había enriquecido la vida cultural, y que la nueva generación musical empezaba a producir resultados con creciente confianza en sí misma. Sin embargo paradójicamente se había producido un éxodo de figuras importantes. Villalpando, Rosso y Walter Montenegro estaban en misiones diplomáticas fuera del país; pronto partirían José Luis Prudencio, Rubén Silva y los amigos japoneses. Los grandes proyectos parecían haber quedado atrás, y faltaba la electricidad de años anteriores. Yo dedicaba todo mi tiempo libre a componer una obra orquestal que sabía imposible para nuestra Sinfónica. Nunca habían parecido tan frustrantes las limitaciones del entorno. ¿Era la ausencia de los que se habían ido? ¿O era -como está de moda preguntarse- porque, una vez librada de la represión, la sociedad había perdido su principal acicate creativo? Alguien debería estudiar este tema. En cuanto a mí, había llegado el momento de encarar lo impostergable y emprender un viaje de estudios. Partí pocos días después de votar en las elecciones de 1980.

Años de peregrino

Me abstengo de narrar aquí mis aventuras en Japón. Sólo diré que estudié violín y composición con dos profesores japoneses admirables y volví a La Paz en 1983. La tempestad de García Meza había pasado, y encontré un país sumido en la turbulencia que presidía la UDP. Trabajé en la Orquesta de Cámara Municipal y enseñé en el Conservatorio, pero aun con dos empleos era difícil subsistir. En lo cultural reinaba un cierto caos creativo, pero las dificultades de la vida diaria obstaculizaban la creatividad. Era difícil que fluyera la inspiración cuando no había pan en la tienda y cuando los sindicatos se turnaban para paralizar un servicio público, luego otro, luego todos juntos en un paro general.

En este ambiente caótico me sostuvieron algunas cosas positivas. Un grupo de alumnos en la clase de armonía en el Conservatorio a los que daba gusto enseñar, entre ellos Luz Bolivia Sánchez. Un proyecto de recopilación y arreglos de música judía, que realicé alentado por mi amigo Johnny Gelernter, el cual culminó en un concierto de la Sinfónica y Coral Nova, dirigidos por Ramiro Soriano. Un concierto de canciones turcas a cargo de Füsün Birced, para el cual hice algunos arreglos en colaboración con el inolvidable Marcelo Urioste. Una colección de taquiraris que el inspiradísimo Rogers Becerra me había mandado del Beni con el encargo de orquestarlos. Fue, pues, un periodo de arreglos y orquestaciones. La única composición original que pude realizar, una passacaglia por encargo de mi profesor japonés de violín, Takeshi Kobayashi, la retiré, insatisfecho, inmediatamente después de su estreno en Tokio. Y, en octubre de 1984, partí a Inglaterra. La primera obra que compuse allí fue el inicio de una nueva fase pero también un exorcismo de experiencias recientes: se llamaba Conversación en el cruce y era una escena semi-teatral en la que se discute una sucesión interminable de huelgas y conflictos.[6]

Resumiendo veintitrés años de actividad, diré que en el Reino Unido cursé una maestría y un doctorado, trabajé como compositor en residencia en la universidad de Belfast y luego fui docente en Dartington College y en la universidad de Newcastle, donde trabajo ahora, en 2002. He compuesto sin pausa y, con un par de excepciones, todas las obras compuestas se han ejecutado, algunas en escenarios importantes.

Mis retornos a Bolivia fueron esporádicos y breves al principio, pero en los últimos años han aumentado en frecuencia y en duración. Fue Carlos Rosso quien, no por primera vez, me abrió la puerta de la oportunidad, al invitarme en 2001 a enseñar en la versión resucitada del Taller de Música de la Universidad Católica Boliviana. Este taller me ha permitido reincorporarme a la vida útil del país, y a través de ésta y otras experiencias me estoy familiarizando con un ambiente renovado. Villalpando ha consolidado su posición como el compositor emblemático del país, habiendo realizado una travesía larga y prolífica de evolución técnica y estilística. Es, ahora más que nunca, el padre de la música contemporánea boliviana. Cergio Prudencio ha perseverado con la orquesta de instrumentos nativos, con la cual – además de grandes logros creativos independientes – ha adquirido una sólida reputación nacional e internacional. Nicolás Suárez, aparte de madurar como compositor, se ha hecho cargo del Conservatorio desde el cual ejerce una influencia beneficiosa y renovadora. Han hecho contribuciones valiosas Franz Terceros y Willy Pozadas.

Con grata sorpresa, he comprobado el advenimiento de compositores nuevos, que se han preparado con seriedad y que son ahora interlocutores válidos en el diálogo de la creación actual: Oldrich Halas, Javier Parrado, Gastón Arce, Juan Siles y otros. Mayor que ellos, Roberto Williams ha puesto a Sucre en el mapa con sus obras y proyectos innovadores. Entre los intérpretes, la pianista Mariana Alandia y el guitarrista Pastor Villca pertenecen a esa rara especie de ejecutantes de primera clase que promueven lo nuevo. El flautista Alvaro Montenegro cruza géneros y repertorios con volatilidad atlética, y veo con placer la llegada de inmigrantes capacitados, sobre todo de Rusia, cuya presencia e influencia ya se siente en La Paz y en Cochabamba. Con un ejército así se puede librar grandes batallas por la música en Bolivia. 

Entretanto, el Instituto Laredo ha tenido tiempo para crecer y consolidar sus funciones. Habiendo sobrevivido el terremoto que significó la muerte de Franklin Anaya, ahora es un foco indiscutible de formación y promoción artística, ya no sólo en música sino también en danza y teatro. Gracias al Instituto, Cochabamba vibra con música de todo tipo, y la Orquesta Sinfónica Municipal, de una calidad nunca antes oída en Bolivia, consiste en su absoluta mayoría en alumnos, ex-alumnos o profesores del Laredo. El Trío Apolo, iniciativa del admirable pianista y astrofísico Emilio Aliss, ha hecho conciertos y grabaciones de alta calidad, en los que la música de compositores bolivianos tiene sitio de prioridad. La obra que estoy componiendo actualmente es encargo de ellos.

Concluiré con una reflexión sobre la posición de compositores como Edgar Alandia, Jorge Ibáñez y yo mismo. Establecidos fuera del país, nos hallamos en la situación ambigua de ser visitantes en Bolivia y extranjeros en el país anfitrión. Esto podría verse, con malicia o compasión, como un estado de alienación, pero también, visto más positivamente, como un rol de emisarios de Bolivia en el resto del mundo y del resto del mundo en Bolivia. Aun las veces que no trabajamos con temática boliviana – y no siempre lo hacemos, ni los expatriados ni los que viven en el país – el mundo nos identifica con nuestro origen. Los factores de identidad, como el rostro, el nombre, el carácter, la cultura, los teníamos formados antes de salir del país. Somos demasiado pocos para poder hablar de una diáspora, pero sí se puede decir que la música, como el resto de la cultura boliviana, es un árbol cuyas ramas se extienden por el resto del mundo.

Por mi parte sé que, por encima de los experimentos y transformaciones técnicos y estilísticos, mis obras son una destilación de los ingredientes que me han formado. Imágenes visuales y sonoras, como el empedrado brilloso de las calles de Sopocachi bajo la lluvia, la voz vibrante de Benjo Cruz, el acompañamiento ágil y flotante de un taquirari, los perros en la noche cochabambina, y mil otras cosas que ahorro al lector por falta de espacio, o porque no los he comprendido aún, o porque se los ha llevado el olvido.



[1]  Agustín Fernández, Teoponte, ópera electroacústica, estrenada por Innererklang Music Theatre el 23 de mayo de 1988 en el Bloomsbury Theatre, Festival Internacional de la Opera, Londres.
[2]  Carlos Brito B, letra de Rosario Sansores, Sombras, pasillo ecuatoriano.
[3]  Ariel Ramírez, letra de Félix Luna, Alfonsina y el mar, zamba argentina
[4] Agustín Fernández, Misa de Corpus Christi (1977) para barítono, coro de niños, coro mixto y orquesta, estrenada por David Campuzano, Niños Cantores del Valle, Sociedad Coral Boliviana y Orquesta Sinfónica Nacional dir. Agustín Fernández, junio de 1978 en el Teatro Municipal, La Paz.
[5] Cergio Prudencio, La ciudad (1979) para orquesta de instrumentos nativos y narrador, texto de Blanca Wiethüchter, estrenada por Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos dir. Cergio Prudencio, Paraninfo Universitario, La Paz.
[6]  Agustín Fernández, Conversación en el cruce (1984)  para conjunto de cámara con acción escénica, estrenada por Gemini el 7 de diciembre de 1984, Eleanor Rathbone Theatre, Liverpool. 


Newcastle, mayo de 2002

© Agustín Fernández 2002